El síndrome de los aplaudidores rentados
Cristina, gobernadores y sindicalistas abusan de actos con aplaudidores pagos para autoglorificarse. Especialistas consultados por Hoy advierten por las patologías asociadas al abuso del poder
La historia contemporánea de la Argentina está atravesada por grandes movilizaciones sociales, de carácter espontáneo, que acompañaron los procesos de transformaciones sociales y económicas. Por ejemplo, un millón de trabajadores caminaron decenas de kilómetros, y hasta cruzaron nadando las turbias aguas del Riachuelo, para poder llegar a Plaza de Mayo y pedir la inmediata liberación de su líder, el entonces coronel Juan Domingo Perón. Luego, 38 años más tarde, se registró otra histórica movilización popular que acompañó la asunción de Raúl Alfonsín. No eran sólo radicales lo que formaron parte de ese acto: la vuelta a la democracia había logrado diluir la antinomía peronista-antiperonista que durante décadas había signado el panorama político.
Más acá en el tiempo, en el año 2004, más de 140 mil personas formaron parte de los reclamos por mayor seguridad tras el asesinato del joven Axel Blumberg en manos de un grupo de secuestradores. Esa movilización marcó un click en la sociedad y puso contra las cuerdas a la dirigencia política. No era para menos: era el grito de la ciudadanía reclamando por lo más sagrado que tiene un ser humano, como es la vida. En tanto, el año pasado, otra multitud de miles y miles de católicos se movilizaron a Brasil, convocados por el Papa Francisco, quien viene predicando un mensaje transformador desde la Iglesia.
Ahora bien, de un tiempo a esta parte, dirigentes políticos y sindicales parecen tener una creciente obsesión: gastar dinero que no es de ellos para pagar micros, choripanes, panfletos y pancartas que nutran sus propias movilizaciones. Es más, hasta le pagan a sus propios manifestantes que, en no pocas ocasiones, ni siquiera conocen el motivo por el cual se están movilizando. Este tipo de acciones fueron realizadas, en varias ocasiones, por el titular de la CGT y otros dirigentes sindicales. Lo mismo hacen encumbrados gobernadores. Pero quien, sin duda, ha llevado al extremo esta práctica es la presidenta Cristina Fernández junto con la agrupación La Cámpora, integrada en su totalidad por militantes rentados, es decir, por personas que viven de los contratos que discrecionalmente reparte el gobierno desde el Estado para financiar –con los impuestos que pagamos todos los ciudadanos- estructuras partidarias. Lo más grave es que, en los últimos meses, la presidenta parece estar creyéndose su propia mentira, en la falaz idea de que los aplausos que suele recibir -de los camporistas y de los integrantes de otras agrupaciones afines- en el patio de la Casa Rosada y en distintos actos políticos representa una muestra de apoyo real de la sociedad a su gestión.
Embelesada, Cristina arma sus discursos para interpelar a sus propios militantes rentados. Ni siquiera se percata que, pese a los abultados recursos que recibe del Estado, la “nueva juventud maravillosa”, en realidad, ni siquiera es capaz de ganar una elección de un centro de estudiantes.
En el país de las maravillas
El especialista en opinión pública, campañas electorales y políticas comunicacionales, el sociólogo Carlos Germano, le dijo a Hoy que “Néstor Kirchner llegó al poder, a la primera gobernación de Santa Cruz, con un modelo de comunicación: le hablaba a una multitud en un acto detrás de un atril asegurándose que esas imágenes se difundan por la televisión para llegar a los hogares de aquella provincia”.
“Esa fórmula le gustó a Néstor y como le resultó efectiva, la mantuvo. Y Cristina Fernández la continuó con algunas diferencias, entre ellas, pronunciar discursos en ceremonias con un auditorio consecuente y el uso indiscriminado de las cadenas nacionales”, aseguró Germano. Según la ley, la Presidenta sólo puede solicitar la cadena nacional en situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional, pero a Cristina Kirchner le encanta el discurso unilateral y durante este año hasta la ha utilizado para difundir un show de hip hop.
El abogado constitucionalista Daniel Sabsay consideró que se desnaturalizó la función de los mensajes presidenciales. "La cadena es para problemas de guerra, de subversión, o de alguna situación vinculada con los poderes del Estado. Está absolutamente restringida a una excepcionalidad. Pero se la ha banalizado tanto que se la utiliza hasta para hip hop", explicó el letrado.
La cadena nacional le viene como anillo al dedo a la presidenta para narrar el cuento de “Cristina en el país de las maravillas”. Con ese método masivo, habla de lo que quiere y cuando quiere, sin recibir preguntas. Lo que no parecen darse cuenta los kirchneristas es que tipo de mensajes unidireccionales, aprobados únicamente por aplaudidores que son pagados para cumplir esa función, ya no tienen ningún tipo de poder de convencimiento en gran parte de la sociedad. Este es, precisamente, un síntoma de cambio de época: cuando un gobierno ya no es creíble en ningún sentido, comienza a transitar su propio final.
El orgullo que ciega: tufillo de inestabilidad emocional
La necesidad casi imperiosa de Cristina Fernández de hablar en forma reiterada ante personas que la aplaudan y pronunciar discursos exaltados para sentirse única tendría relación directa con la enfermedad del poder, la que de acuerdo a algunos especialistas, la presidenta sufre y en estado avanzado.
Se trata del síndrome de Hubris. Ante una consulta de Hoy, la especialista Liliana Irazábal, quien fue presidenta de la Sociedad de Psiquiatría de La Plata, afirmó que “Cristina es narcisista, se cree única, hace cosas para que la alaben y sentirse poderosa, todas patologías que en algunas personalidades se adhieren al tener cargos en el poder”.
En mayo del 2008, el político y médico británico Lord David Owen publicó un interesante libro titulado “En el poder y en la enfermedad: enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años”. En esa obra, se realiza una descripción del perfil psicológico de esos mandatarios. “En muchos jefes de Estado, la experiencia del poder les provoca cambios psicológicos que los conducen a la grandiosidad, al narcisismo y al comportamiento irresponsable”, se afirma en el prólogo de ese libro.
El síndrome de Hubris también se lo conoce como “el orgullo que ciega”, y hace que la arrogante víctima actúe de manera tonta y contra el sentido común. Al explicar esta enfermedad, Owen afirma que los políticos y otras personas en posiciones de poder desarrollan comportamientos que “tienen el tufillo de la inestabilidad mental”.
Owen propone criterios para diagnosticar a una persona poderosa con el síndrome Hubris. Entre ellos, está que usan el poder para autoglorificarse; tienen una preocupación exagerada por su imagen y presentación; lanzan discursos exaltados en que usualmente dicen que ellos “son el país o la nación”; demuestran una autoconfianza excesiva y un manifiesto desprecio por los demás. Dicen que son tan grandes que solo Dios o la historia los pueden juzgar. Pierden contacto con la realidad y buscan manipular los poderes del Estado. Es obvio que con su comportamiento el poderoso hubrístico puede afectar el bienestar del pueblo que representa.