Alberto Laiseca, un conde en La Plata
Atrabiliario y desmesurado. Autor de una veintena de libros. Tuvo un programa de cuentos de terror en una señal de cable, y algunos de esos relatos vino a contarlos a nuestra ciudad.
CULTURAAtrabiliario y desmesurado. Autor de una veintena de libros. Tuvo un programa de cuentos de terror en una señal de cable, y algunos de esos relatos vino a contarlos a nuestra ciudad.
30/03/2024 - 00:00hs
"Qué le hubiera costado a mi padre traerme a conocer el Museo de La Plata?”, dijo Alberto Laiseca no bien entró a nuestra ciudad. “Sabía que me hubiera hecho muy feliz traerme a conocer el Museo. Sin embargo, él siempre se negó”. Era una cuenta familiar no saldada, una herida que los años no pudieron suturar. Laiseca hacía memoria de los esfuerzos hechos para ganar ese premio, los méritos duramente acumulados para convencer a su padre de traerlo a La Plata. Fascinado desde chico por las revistas de animales prehistóricos y las películas sobre mundos remotos en el espacio o en el tiempo, la visita al Museo de Ciencias Naturales se alzaba en su imaginación como una promesa de descubrimientos inacabables. Ningún sacrificio bastaba para que la recompensa llegara: “Estudiaba para el colegio, me portaba bien en casa, hasta era capaz de acostarme temprano”. Aquel sábado 15 de noviembre de 2008 todos esos recuerdos volvieron a resucitar con fuerza, cuando el escritor vino a nuestra ciudad a presentar su espectáculo, Los cuentos del conde Laisek.
El vínculo de Alberto Laiseca con La Plata era muy fuerte: “Aquí vivió uno de los hombres más admirables de nuestro país, Florentino Ameghino”. Siempre recordaba a ese sabio que, si bien había nacido en Luján, pronto los platenses lo adoptarían como propio, pues en nuestra ciudad completó gran parte de la obra académica que lo consagró como uno de los padres de las ciencias naturales modernas. Laiseca sabía del legendario enfrentamiento entre Ameghino y la Iglesia Católica; por eso, cuando el taxi en el que iba pasó frente a la Catedral, Laiseca, evitó mirarla y sacó la mano por la ventanilla haciendo la conocida señal de los cuernos: “¡Estos tipos le jodieron la vida a Ameghino!”.
Alberto Laiseca es el autor de Los Sorias, un libro de mil cuatrocientos páginas que, según Ricardo Piglia, “es la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los Siete Locos”. El hombre de bigote tupido y aspecto de vikingo tenía los viernes a la noche un espacio en la señal I Sat, en el que contaba algunos de los más célebres de cuentos de terror de la literatura universal. Con esa inusitada popularidad que le permitió la televisión, recorría ciudades de nuestro país hilvanando algunos de esos relatos en escenarios despojados, apenas envuelto por un aire misterioso y venerable. No necesitaba efectos especiales para llenar de pavor el alma de los espectadores. Su único requerimiento escénico era un vaso de cerveza: “Natural, que es como se aprecia de veras el sabor de la cerveza”.
En su carácter singular, una doble naturaleza se imponía alternativamente. Su astucia extrema representaba la reacción contra el perfil serio y contemplativo que ocasionalmente predominaba en él. Cuando empezaba a narrar los cuentos de Poe, Apollinaire o Stevenson; sus ojos lánguidos comprobaban risueñamente el terror que se apoderaba de sus espectadores.
A pesar de su temperamento hosco, cuando hablaba de los temas que lo apasionaban se volvía generoso y accesible, entregándose por entero en relatos torrenciales, como aquel que compartió en la trastienda antes de subirse al escenario, en el que narró pormenorizadamente el romance desolado de Poe y su prima de trece años, Virginia Clemm. Una magnífica narración oral digna del espectáculo que minutos después ofrecería a los platenses.
Otros mundos posibles
Este escritor publicó su primera novela Su turno para morir, a instancias de Osvaldo Soriano, a comienzos de 1976.
Además, recreó con la fidelidad de un testigo directo el asombroso mundo del Antiguo Egipto y la China imperial, en las novelas La hija de Kheops y La mujer en la muralla, respectivamente. Murió el 22 de diciembre de 2016, a los 75 años.
Cumpliendo su última voluntad, sus cenizas fueron esparcidas sobre el río Carapachay en el Delta del Tigre. Tampoco le hubiera disgustado descansar para siempre en los jardines del Museo de La Plata.