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Algunos secretos del pueblo de Magdalena

Esta localidad ubicada a 49 kilómetros de La Plata y cuyo partido está cruzado por tres rutas provinciales tiene un perfil propio y enigmático.

El 30 de octubre de 1886 se comentaba que el ingeniero constructor de la línea férrea entre La Plata y Magdalena, Sebastián Berreta, había trazado el punto adecuado para la construcción de la estación de llegada, ubicándola en la orilla norte de Magdalena, y al costado del Camino Blanco en dirección a la Atalaya. Para la fecha, se hallaban en ejecución movimientos de tierra y se activaba la colocación de la vía y construcción de las obras de arte, llegando los rieles hasta tres leguas antes de La Plata.

Pero parece que algunos descontentos –los hubo en todas las épocas– que tenían negocios establecidos alrededor de la plaza de Magdalena habían creído más conveniente que la estación, en vez de estar a ocho cuadras de dicha plaza, estuviera situada detrás de la iglesia parroquial, en un pequeño terreno de cien varas cuadradas. Con ello, seguramente, se obligaría al ferrocarril a entrar por las calles del pueblo, lo que hubiera ocasionado un gasto incalculable.

En ese sentido, se había presentado una petición al gobierno gestionando que fuera cambiado el sitio designado para la estación. Inmediatamente después de conocerse dicha petición, personas arraigadas del pueblo presentaron al gobierno una contrapetición sosteniendo la ubicación dada originalmente, expresando que era la más conveniente para los intereses generales de la localidad, especialmente para el desarrollo de la agricultura, que ya se empezaba a notar en los terrenos linderos al local adoptado.

Magdalena es un presente construido sobre una leyenda. Fue fundada el 20 de noviembre de 1776, aunque su historia se remonte al conquistador español Juan de Garay, quien arribó a la ciudad el 28 de julio de 1580, cuando exploraba la zona comprendida entre la recién fundada Buenos Aires y el río Salado. Tras establecerse alrededor de treinta estancias, la zona fue bautizada como “Valle de Santa Ana”. Poco después, en las actas del Cabildo eclesiástico de Buenos Aires, no obstante, se mencionará el “Pago de la Magdalena”.

Alrededor de la terminal de Magdalena, las casas son bajas y replegadas sobre sí mismas. Las calles están alisadas por una calma pueblerina, los árboles despliegan medios tonos y hay una algarabía de pájaros escondidos entre las ramas. Todo es cuidadosamente tranquilo: conviven en armonía los apacibles caminos y las infranqueables casonas centenarias.

El origen del nombre que bautizó a la ciudad está relacionado con la devoción a Santa María Magdalena, que se inició en una primitiva reducción de indígenas situada en el actual partido. De hecho, hacia 1779, el pueblo empezó a delinearse alrededor de una parroquia. Su primera autoridad fue el alcalde Felipe Illescas y bajo su mandato la ciudad creció y prosperó como emporio agrícola y centro de abastecimiento de la urbe porteña.

Los feligreses de aquella parroquia, henchidos de fervores místicos, no tenían un proyecto claro para la sociedad que se construiría. Lo cierto es que el actual edificio fue reinaugurado en 1860 y es descrito de la siguiente manera: “De estilo ecléctico con predominancia de barroco. Tiene 3 naves, 10 altares y guarda la imagen fundacional de Santa María Magdalena. También conserva una imagen tallada por los padres jesuitas y un confesionario de los mismos sacerdotes. Se destaca el púlpito de madera laminado en oro y su órgano a fuelle aún funciona y se utiliza en ceremonias especiales”.

No obstante, la lista de edificios históricos es amplia: el Teatro Español se fundó a finales del siglo XIX; en sus orígenes actuaron en él figuras de la talla de los hermanos Podestá y Caruso. Asimismo, el Palacio Municipal –inaugurado en 1897– fue sede del gobierno municipal desde sus inicios y aún conserva el mobiliario original estilo Luis XVI, incluso un amplio balcón enfrente a la plaza principal.

Cuando uno recorre Magdalena lo asalta una idea incómoda: cada vecino es un sobreviviente. Por las calles no circulan los autos ni el tiempo: los autos no cabrían en este laberinto tan estrecho ni el tiempo sabría a dónde ir. En la pequeña Plaza de la Memoria, ubicada enfrente de un colegio público, uno puede sentarse a leer horas sin escuchar más que el ladrido de unos perros jugando.

Magdalena es una de las ciudades que conservan con más fidelidad el antiguo estilo de su paisaje urbano. Es una ciudad llena de secretos y escondites, una red de refugios de la nostalgia. Una ciudad lenta, provinciana, donde todo sucede lento, melancólico, y todo sigue igual pero distinto.

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