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D. H. Lawrence, el delicado pornógrafo

Fue un escritor inglés que padecía de manía ambulatoria y un talento infrecuente para escribir historias de exacerbada sensualidad, algunas de las cuales fueron llevadas al cine.

Fue en agosto de 1924 que escupió sangre por primera vez. Le habían diagnosticado tuberculosis, una enfermedad que por entonces no tenía cura. Tenía 39 años y ya había escrito sus novelas fundamentales: Hijos y amantes, La serpiente emplumada, Mujeres enamoradas y, sobre todo, El amante de Lady Chatterley, editada en el año anterior, que fue el mayor best seller del sello Penguin, solo superado por la Odisea de Homero, y que sería considerado uno de los mayores libros eróticos de todos los tiempos.

La enfermedad, en lugar de arredrarlo, lo impulsó a seguir trabajando en nuevas novelas, cinco libros de relatos y cuatro de poesía. No solo escribió mucho en esos últimos seis años de vida, sino que —sin importarle que la tisis lo devorara por dentro demacrándolo de una forma irreparable— también viajó incansablemente como lo hizo durante toda su existencia. Minimizaba su grave estado de salud, decía padecer “un problemita de los bronquios”. Frieda Weekley, con quien se había casado en 1912, extremaba sus cuidados para disimular el acelerado deterioro físico de su marido. Un día, le pidieron al matrimonio que dejara el hotel, porque la tos del escritor no dejaba dormir a los otros huéspedes. Se volvió irascible, levantaba la voz por cualquier cosa, tenía conductas autodestructivas: “Me siento como un paralítico convulsionado de rabia. Mi alma, o lo que sea, se siente cargada y sobrecargada del temperamento más negro y monstruoso. Más viejo me vuelvo, más furioso me vuelvo”. Sus amigos temían que ese estado desembocara en la locura. Uno de ellos, Gøtzsche, que lo acompañó en un viaje a México, dijo en una carta: “Inclina mucho la cabeza hasta que su barba reposa en su pecho y dice –sin reír— ji, ji, ji, cada vez que uno le habla. Me corre frío por la espalda cuando lo hace. Siento que en él hay algo insano”. Hacía y deshacía valijas incesantemente, siempre tenía un pasaje en el bolsillo, toda la plata se le iba en ello: “En un par de semanas no tendré ni un céntimo para comprar pan y margarina”, dijo a un amigo. Pero siempre estaba yendo de un lugar a otro. Como si así pudiera desorientar a la muerte. Creyó que en Ceilán había encontrado su lugar en el mundo. Había dado con el puerto final, con el refugio que lo guarecería hasta su cercano fin. Hasta había encontrado una fe: el budismo. Pero un día descubrió que el lugar estaba lleno de ratas. Entonces, repentinamente odió el lugar, renegó de la casa –“guarida de ratas”– y hasta del budismo –“religión guarida de ratas”–. Nunca más regresó.

David Herbert Richards Lawrence nació en Eastwood, Inglaterra, el 11 de septiembre de 1885, hijo de un minero semianalfabeto y un madre obligada a trabajar para que el hogar tuviera siquiera lo mínimo. A los 16 años, él también se vio forzado a buscar trabajo, mientras sobrellevaba esas penurias cultivando un hábito que jamás lo abandonaría: la escritura. En 1907 ganó un concurso de relatos breves, dando inicio a una obra prolífica y polémica con varios libros prohibidos por ser considerados pornográficos.

A este viajero impenitente, si se le hubiera preguntado cuál fue el lugar que más lo deslumbro, habría contestado Nueva México: “Cuando vi la mañana brillante y orgullosa resplandecer sobre los desiertos de San Luis, algo se puso de pie en mi alma, una nueva parte del alma se despertó súbitamente y el viejo mundo abrió paso a un mundo nuevo”. En comparación con la tierra americana, el lugar del que venía, le parecía parte de una “civilización irreal, insustancial, mecánica”, de la que quería inútilmente arrancarse.

Quiso atravesar con sus libros la última frontera de la psique humana, pisar ese territorio invisible donde se macera la verdad última de los hombres y mujeres. En Eva nueva y viejo Adán –uno de sus primeros cuentos–, Peter, el personaje principal, escucha a “ese ser oscuro, desconocido, que vivía bajo su conciencia entera en la eterna penumbra de la sangre”. Ya estaba moribundo, cuando D. H. Lawrence terminó un poema cuyo verso final dice: “Llévenme entonces, abran camino, guíenme”.

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