CULTURA

La poesía como forma de rezar

El nicaragüense Ernesto Cardenal, además de sacerdote, fue uno de los nombres mayores de la poesía latinoamericana, con un fuerte compromiso con las causas populares.

En 1957, a los 32 años, Ernesto Cardenal se internó en el monasterio trapense Gethsemani en Kentucky, Estados Unidos, donde su guía era el escritor y sacerdote Thomas Merton. Dos años después, tras la muerte de Merton en un accidente, Cardenal abandonó el monasterio, pero decidió estudiar teología en México y se ordenó sacerdote en 1965.

Había nacido en el seno de una familia pudiente de Nicaragua. Todos los sábados se confesaba en la iglesia de San Francisco, que estaba al lado de su casa. Pero de muy joven abrazó la causa revolucionaria. A los 19 años participó de la Revolución de Abril, contra Anastasio Somoza García -más conocido como Tacho-, integrante de una dinastía de dictadores.

Tempranamente conoció la fascinación por las palabras, aunque empezó a publicar a los 35 años. Al salir del bachillerato, que cursó en un colegio jesuita, fundó con otros poetas de su edad el grupo principal de la que luego habría de llamarse “generación del 40”. “La sustancia no falsificada de nuestro ser es el amor”, y sus poemas, que tienen al amor en su eje, conocieron la devoción de varias generaciones en toda Latinoamérica. Un amor no reducido a la relación de pareja sino expandido universalmente en todas direcciones, incluyendo la manera en que está organizado políticamente el mundo y el culto desenfrenado al becerro de oro. En esa batalla por el amor, Cardenal sentía a Dios como un aliado: “Escucha mis palabras oh Señor / Oye mis gemidos / Escucha mi protesta / Porque no eres tú un amigo de los dictadores / ni partidario de su política / ni te influencia la propaganda / ni estás en sociedad con el gángster / Castígalos oh Dios / malogra su política / confunde sus memorándums / impide sus programas”.

En su obra vindica los valores que primaban en las culturas originarias de América en contraposición a la insolidaridad y artificialidad del hombre contemporáneo. En su libro Homenaje a los indios americanos, llama imperiosamente a volver a las fuentes, a la vida en comunidad en estrecho diálogo con la Naturaleza, siguiendo la huella de esos pueblos antiguos: “No tuvieron dinero / el oro era para hacer la lagartija / y no monedas / los atavíos / que fulguraban como fuego / a la luz del sol de las hogueras / las imágenes de los dioses / y las mujeres que amaron / y no monedas y porque no hubo dinero / no hubo prostitución ni robo / las puertas de las casas las dejaban abiertas / ni corrupción administrativa ni desfalcos / Nunca se vendió ningún indio / y hubo chicha para todos / No conocieron el valor inflatorio del dinero / su moneda era el sol que brilla para todos”.

En Nicaragua vivía recluido en un monasterio en la isla de Solentiname, donde desembarcó por primera vez en 1965 y que fuera retratada por Julio Cortázar en uno de sus cuentos. Era una aldea amodorrada que conservaba su primitivo estilo hispánico, a la que se llega en una lancha colectiva que sólo zarpa cuando se completa el pasaje, navega sobre un lago infestado de tiburones y demora catorce horas en llegar a destino. Allí, Ernesto Cardenal había construido una iglesia y cuatro cabañas en medio de la selva tropical. En la más pequeña de las cabañas, vivía el poeta. A la madrugada, con las primeras luces, Cardenal leía algunos salmos o versículos de la Biblia a los que a veces agregaba textos políticos de carácter revolucionario o algún poema. Tras el desayuno comunitario, cada uno marchaba a sus labores. Las copiosas lluvias conspiran contra el cultivo de la tierra, traía semillas de todas partes, pero las plantas siempre se morían. De todos modos, se las arreglaba para armar diariamente un comedor colectivo donde los nativos de la zona podían compartir un plato de arroz y frijoles a la que de tanto en tanto se le agregaba alguna porción de pescado o pollo.

En 1984, por su compromiso con la revolución sandinista, Ernesto Cardenal fue suspendido “a divinis” -una suerte de excomunión- por el papa Juan Pablo II; un año antes de su muerte, el Papa Francisco lo readmitió para que pudiera seguir ejerciendo su magisterio sacerdotal.

Murió a los 95 años. Su poesía sigue tan viva como siempre.

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