Natalia Ginzburg una escritora herida
Fue una de las autoras italianas más importantes del siglo XX, perseguida encarnizadamente por el fascismo, admirada en el mundo entero por su obra.
Natalia Levi nació en Palermo, Sicilia, hija de un eminente biólogo y de una madre aficionada a contar historias e improvisar zarzuelas. Fue criada en un ambiente antifascista, donde los libros ocupaban un lugar primordial en la casa. A los 18 años publicó su primer relato en la revista Solaria, se titula Ausencia y ya mostraba la seguridad de una voz narradora. Cuatro años después se casó con Leone Ginzburg, un intelectual ruso militante de Giustizia e Libertà, y director de la editorial Einaudi. Amaba los libros, para ella no existían objetos más preciosos en el mundo. Cuando se casó, su amigo Benedetto Croce le preguntó qué quería de regalo de bodas. Ella contestó: “Libros”, y le pasó una larga lista.
Sus convicciones políticas le valieron persecuciones y un largo confinamiento en Pizzoli, un pueblo de los Abruzos. Allí, ordeñaba la leche para sus hijos y salía a buscar leña para los muy crudos inviernos. En ese destierro interior escribió a la luz de una lámpara de petróleo La calle que va a la ciudad, su primera novela, que cuenta la historia de una muchacha de pueblo y su familia. Ante el avance alemán, la gente del pueblo los ayudó a escaparse a Roma, en un camión. Natalia se escondió con sus hijos en un convento de monjas ursulinas. Leone Ginzburg cayó preso y murió torturado por los nazis en la cárcel romana de Regina Coeli. A partir de entonces, ni ella ni su literatura volverían a ser lo que eran. Quedó con el corazón roto y tres hijos que criar. Decidió adoptar definitivamente el apellido de su marido.
Sus novelas son delicadas historias íntimas de seres comunes que revelan el misterio que late detrás de nuestros pequeños actos, hechos cotidianos atravesados por la tristeza. Esa tristeza que siguió a Natalia Ginzburg como una sombra durante toda su vida, y que quizá nacía de una convicción: “La vida empieza cuando somos todavía demasiado jóvenes para comprenderla”. En 1946, a los 30 años, tuvo un hijo de padre desconocido. Intentó suicidarse. Sus amigos Cesare Pavese e Italo Calvino le consiguieron trabajo en la editorial Einaudi. Se casó por segunda vez –esta vez con un profesor universitario de Literatura Inglesa, Gabriele Baldini– y se marchó a vivir a Londres. Tuvieron dos hijos: uno nacido con hidrocefalia, el otro muerto antes de llegar al año. Allí escribió la novela Léxico familiar, que tuvo una repercusión masiva. Según el escritor platense Leopoldo Brizuela, ese libro “concitó la atención de la crítica sobre sus obras anteriores y le abrió las puertas de los diarios donde hasta el final de sus días publicaría periódicamente columnas sobre los temas más diversos, siempre en su mismo estilo, aparentemente distraído y errático, secretamente provocativo”.
Ya convertida en una autora popular, Natalia Ginzburg fue convocada por Pier Paolo Pasolini para participar en la película El Evangelio según San Mateo, donde hizo el papel de María de Betania.
Se levantaba todos los días al amanecer, se sentaba en una mecedora y sobre sus rodillas escribía en una hoja pequeña dividida en cuatro. A principios de los 80 declaró que había escrito todo lo que tenía que escribir y se postuló a diputada por el Partido Comunista. Tenía 70 años. Su férrea voluntad de ser escritora no fue incompatible con su necesidad de participar políticamente en la transformación de la sociedad. No era una gran oradora, ninguna intervención suya duraba más de dos minutos. Los taquígrafos la amaban. Decía cosas como: “Una ley no tiene el poder de mejorar la sociedad, pero debe tener el poder de quitar los obstáculos que impiden mejorarla”. En una entrevista de 1991 que dio cuando el cáncer ya la había recluido en su casa, dijo: “Es cierto, sí, que no entiendo nada de política, y que me aburro mucho en la Cámara, y que me hago mucha mala sangre, pero también es cierto que de tanto en tanto me despierto y aprendo cosas interesantísimas, y siento que es importante decir lo poco que yo sé, la vida y la poesía”.
“Soy solo una ventana”
El feminismo italiano se valió de algunas de las frases de Natalia Ginzburg: “Durante generaciones y generaciones lo único que han hecho las mujeres sobre la tierra es esperar y sufrir: esperar que alguien las ame, se case con ellas, las convierta en madres, las traicione”.
Ginzburg murió en Roma la noche del 6 de octubre de 1991. Escribió solo dos poemas en su vida: uno cuando fue asesinado su primer marido; el otro, unos días antes de morir ella. En esos versos finales escribió que Dios quizá tenga miedo de nosotros y escape, y debamos llamarlo con los nombres más dulces para inducirlo a volver. Le gustaba decir: “Soy solo una ventana, dejo que entren en mí sucesos e impresiones”. Una ventana que nadie ha logrado cerrar hasta ahora.