Centros culturales: “Es un momento de incertidumbre”
En el marco de nuevas restricciones, una comunicación oficial confusa y la falta de políticas municipales, los espacios enfrentan los desafíos de la segunda ola.
Fue poeta, filólogo, profesor y crítico, dio clases en numerosas universidades de Francia y Estados Unidos. Dedicó dos libros al autor de Rayuela, quien antes de morir decidió que fuera su albacea literario.
13/04/2021 - 00:00hs
Saúl Yurkievich nació hace 90 años en La Plata, en una familia humilde de inmigrantes rusos y polacos. Una niñez y adolescencia marcadas por una fuerte pasión por los libros lo determinaron a estudiar en la Facultad de Letras. Su tesis la hizo sobre el poeta francés inventor de la palabra surrealismo, y fue publicada en 1968 en forma de libro, justamente con el título Modernidad de Apollinaire.
Con Valoración de Vallejo, de 1958, publicado por la Universidad Nacional del Nordeste, ganó un reconocimiento académico que le permitió trabajar como profesor, en la década del 60, en París, donde, a la semana de llegar, conoció personalmente a Julio Cortázar, de quien se haría muy amigo con el transcurso de los años.
“Él escribía como improvisando jazz. No estaba sujeto a una disciplina. Corregía poco, todo le salía casi naturalmente. Para él, era como un juego fácil y divertido”, así recordaba Yurkievich la manera de trabajar de Cortázar, que conocía por la asidua regularidad con la que iba al departamento parisino del escritor a tomar mate o whisky. Luego de su último viaje a nuestro país, en 1984, sabiendo Julio Cortázar que estaba en el último tramo de su vida, decidió, por testamento, que Saúl Yurkievich fuera su albacea literario, el que tendría poder de decisión sobre toda la obra que dejara inédita, con libertad de “guardar, publicar o quemar”. En esa condición hizo publicar las novelas inéditas Divertimento, El examen y Diario de Andrés Fava, escritas en los años 1949 y 1950.
Cuando se conocieron, Julio Cortázar estaba todavía juntando apuntes para Rayuela y había obtenido un premio literario muy importante, compartido con Manuel Mujica Lainez, gracias al cual pudo comprar una casa pequeña al este de Aviñón, con una terraza formidable que daba a un valle sobrecogedor, como pudo constatar personalmente Yurkievich cuando pasó unos días como invitado. Caminaron mucho por París, juntos. El itinerario de las caminatas era establecido de una manera muy cortazariana: abría el plano de la ciudad y señalaba a ciegas un punto con el índice. Hacia ese lugar se encaminaban. Iban juntos a exposiciones y teatros: “Él era algo así como un explorador urbano, un montañista del cemento”.
Yurkievich recordaba cosas del mundo íntimo de Cortázar: “Siempre que iba de viaje, traía juguetitos a cuerda, los mostraba y nos divertíamos juntos. Ositos que andaban en bicicleta o cosas por el estilo. Esas cosas le atraían enormemente. Armaba móviles y hacía como esculturas, tenía su propia fauna. Uno de los objetos más importantes era el obispo del rey, que era una raíz, un sarmiento muy retorcido que lo había vestido y le daba de comer; también le daba de comer a animales muertos. Era una especie de juego y de ritual, como una ceremonia. Fabulaba en torno a eso. También armaba móviles con distintos tipos de peines femeninos. Eran sus pequeñas esculturas con las que se divertía enormemente. Tenía un cuarto muy modesto como taller. Allí hacía todas las manipulaciones con los objetos y también allí mismo escribía”.
Yurkievich tuvo una rutilante carrera académica: profesor titular de la Universidad de París Vincennes desde su fundación en 1969; profesor en París X Nanterre durante varios años; también lo fue en la Universidad de Princeton; obtuvo los títulos de Mellon Professor en la Universidad de Pittsburgh y Tinker Professor en la de Chicago; además de fungir como profesor visitante en las universidades de Harvard y de Columbia.
Más allá de ejercer intensivamente la docencia, logró plasmar una obra literaria propia, en la que resaltan su libro de poemas Volanda Linde Lumbre y Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, que se editó por vez primera en 1971 y ha conocido una amplia difusión a través de nuevas ediciones, hasta el punto de convertirse en lo que podría llamarse un “clásico” de los estudios sobre la poesía latinoamericana del siglo XX. Murió en Caumont-sur-Durance, muy cerca de Aviñón, en 2005.