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Un genio masoquista

Francis Bacon es uno de los principales pintores figurativos del siglo XX. Su tendencia autodestructiva sigue siendo un gran desafío para la psicología.

"Lo único verdaderamente interesante de la vida es lo que pasa entre dos personas en un cuarto”, decía el pintor irlandés fue Francis Bacon, pero como dijo Juan Gelman: “Lo pasaba bastante mal en tales situaciones. Buscaba amantes peligrosos en ambientes equívocos. El mismo había incursionado en el robo y la prostitución al final de su adolescencia en Londres. Le gustaba el riesgo en todo: el juego, el alcohol, la homosexualidad, el arte”.

A los 16 años se mudó a Londres, donde vivió hasta el final de sus días. A los 24 años encuentra su vocación pintando una inusitada crucifixión en la que el cuerpo sufriente no está sostenido por un esqueleto sino por una proliferación de células. En 1937 participó en la muestra Diez Pintores Británicos. Siete años después volverá al tema de la crucifixión con Tres estudios de figuras en la base de una crucifixión, una de sus obras más célebres, cuyo origen, confesó, se encontró en su participación en una unidad de ambulancias durante la Guerra Mundial II. Su intervención bélica fue breve, ya que su asma obligó a que le dieran de baja del servicio activo. Dijo alguna vez: “Tengo la impresión de que la gente de mi generación no puede realmente imaginar una humanidad sin guerras”.

Pese al poco tiempo pasado en el escenario bélico, su pintura tiene muchas huellas de la desnuda violencia humana desatada en las guerras. El horror de esa conducta está en muchos de sus trazos. Su propia conducta personal tiene mucho de esa ferocidad para con los demás y, sobre todo, para consigo mismo. Sus pasiones amorosas está minadas por ese mal. Con el ex piloto de guerra Peter Lacey mantuvo una relación que el propio Bacon calificó de “enfermedad que no le deseo ni a mi peor enemigo”. Fueron cuatro años de absurdo horror compartido. Su pareja odiaba su pintura y le exigía que dejara el arte para tener un trabajo “normal”. Bacon quiso saber cómo sería ese tipo de vida, recibiendo como respuesta: “Bueno, podrías vivir en un rincón de mi cabaña sobre un montón de paja, podrías comer y cagar allí mismo. Quería encadenarme a la pared... Y le gustaba que otro me sodomizara y él lo hacía inmediatamente después”. La persistencia de ese vínculo revela no sólo que fue capaz de poner en riesgo su pasión por la pintura, sino que aceptó la posibilidad de autodestruirse sistemáticamente.

La psicología se ha hecho un banquete con las tendencias masoquistas de este pintor cuya obra, en conjunto, está cotizada en cerca de 50 millones de euros. Se han hecho congresos en los que los psicólogos elaboran teorías sobre su comportamiento. Algunos encuentran su explicación en la irascibilidad de un padre irascible que nunca lo quiso y que lo hacía azotar en su presencia. Otros, amplían el ángulo incluyendo al medio en el que Francis Bacon vivió su infancia: un ambiente de borrachos, delincuentes, drogadictos, vividores, que más de una vez lo sometieron a humillaciones sexuales.

En numerosas entrevistas Bacon insistió en que no pintaba estudios de crucifixiones por impulso religioso, sino porque la crucifixión era un ejemplo particularmente manifiesto de la crueldad de los hombres. Su pintura pone de resalto el reflejo animal que existe en el ser humano, exacerbado en las pasiones. Todo ese mundo de pulsiones descontroladas es el que pinta en sus cuadros, sin desbordes, con frialdad matemática. El escritor y crítico de arte John Berger señaló que el tipo de fascinación que despiertan ciertas obras de Bacon es equiparable al de un espectáculo de títeres, en que el espectador puede gozar de la violencia desplegada en el escenario porque se halla a una cómoda distancia.

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