Algunos secretos de libros famosos

Desde los mejores comienzos de novelas y cuentos, hasta empantanamientos de escritores que no sabían cómo continuar sus textos.

Alguna vez la revista francesa Lire hizo una encuesta entre los mayores escritores de Occidente para saber cuál era, según ellos, el mejor comienzo de novela que habían leído. Por escaso margen, la mayoría de los consultados eligió Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Otro comienzo que todos citaron fue el de La metamorfosis, de Frank Kafka: “Gregorio Samsa despertó aquella mañana después de un sueño inquieto y se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto”.

En 1984, seguramente en apuros, García Márquez publicó un artículo en el que se preguntaba cómo se escribe una novela. Su testimonio dejaba entrever un trasfondo de angustia, no hay escritor, al menos de cuantos se tenga noticia, que no se haya encontrado alguna vez con la temible sospecha de que ha perdido el don de la palabra. Según Osvaldo Soriano, las primeras líneas son las que definen el relato. Pueden ser una lenta invitación, un angustioso llamado o un desopilante elogio que el escritor hace de sí mismo. En ese sentido, Ernest Hemingway postulaba inicios punzantes para los cuentos y envolventes para las novelas. Por entonces, James Joyce había echado sombra sobre las maneras narrativas del siglo XIX.

En 1922 y por varias décadas, el Ulises de Joyce sorprendió a los mundillos vanguardistas. Había tanta audacia narrativa y tantos enigmas en su vasto libro que nunca consiguió demasiados lectores. No podía tenerlos porque hablaba una lengua personal, insólita para ese tiempo. “He escrito el Ulises para tener ocupados a los críticos durante 300 años”, llegó a afirmar con ironía el escritor irlandés. Tres años más tarde, en Buenos Aires, Roberto Arlt escribía: “Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba todo perdido, pero ya era tarde”. Así empieza Los siete locos, una de las magistrales novelas argentinas. Dijo alguna vez Ricardo Piglia que la clave está en escribir como si el lector fuera siempre más sagaz que el que escribe.

Manuel Puig confesó que nunca se sentaba a escribir hasta que no sabía lo que iba a ocurrir en la novela paso a paso, capítulo a capítulo, con un comienzo y un final insustituibles. Otros autores toman apuntes. En servilletas de papel, en blocks que esconden en los bolsillos del saco, al dorso de la última carta de la amante, o sobre un rollo de papel higiénico. Con La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares se convirtió en el primer escritor argentino reconocido en todo el mundo. Hubo, asimismo, dos obras capitales que empiezan con una pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”, propone Cortázar en Rayuela; “¿Hay una historia?”, interroga Ricardo Piglia al comienzo de Respiración Artificial.

En la más intensa historia de amor que se escribió el siglo pasado, El fin de la aventura, Graham Greene escribió en sus primeras líneas: “Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante...”. Antes, Herman Melvielle, empezó su Moby Dick: “Pueden ustedes llamarme Ismael. Hace algunos años —no importa cuántos exactamente— con poco y ningún dinero en mi billetera y nada de particular que me interesara en tierra, pensé en darme al mar y ver la parte líquida del mundo”. Sin embargo, el comienzo más inolvidable de la novelística moderna será: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. Para enfrentarlo, Cervantes se colocó como segundo narrador, una treta que aún hoy tiene muchos partidarios.

Quien resultó un verdadero caso de empantanamiento fue Samuel Dashiell Hammett. Ya en 1931 tuvo que encerrarse en hotel que regenteaba Nathanael West para poder entregar a tiempo El hombre flaco, que le habían pagado por anticipado. Después se empacó como una mula y en treinta años solo consigo escribir una docena de páginas.

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