Ben Molar desde el Club del Clan a Jorge Luis Borges

Fue uno de los mayores productores artísticos de la música popular argentina y además es el creador del Día Internacional del Tango.

Moisés Smolarchik Brenner nació en Buenos Aires, el 3 de octubre de 1915; sus padres, Don León, pintor y decorador de paredes, y su madre, Doña Fanny, provenían de Europa. A los once años, Moisés ya trabajaba en una fábrica de muñecas de su barrio, su tarea era pintar labios y poner ojos en las cabecitas.

De adolescente hizo las letras de la murga de su barrio —Villa Crespo—, llamada Los Presidiarios. Todos los murguistas de la agrupación llevaban un traje a rayas, salvo Moisés —a quien llamaban Poroto—, que iba disfrazado de ladrón de guante blanco. Su madre le había cosido un traje mitad de arpillera y mitad de raso negro, muy brillante. Vivía al lado del conventillo que había inspirado a Alberto Vacarezza el sainete El Conventillo de la Paloma.

Para poder ver las películas gratis, consiguió trabajo de acomodador en el Cine Teatro Rívoli. Veía las películas de Gardel y soñaba ser como él. Era amigo de Marcos Zucker, a quien entonces llamaban El Pibe Garufa, y cantaba tangos. Un día, estos dos amigos vieron en la Confitería Real a Carlos Gardel sentado junto a un señor español. Después se enterarían que era Federico García Lorca.

Cuando empezó a trabajar en el mundo de la televisión, ya se hacía llamar Ben Molar. Él hizo parar frente a las cámaras a conductores que harían una larga carrera, como Guillermo Brizuela Méndez, e inventaría productos muy exitosos como el Club del Clan y las Trillizas de Oro. Introdujo en nuestro país a Paul Anka, Maurice Chevalier y Neil Sedaka. Tenía un gran olfato para llegar a esos lugares a los que luego quieren llegar todos. Cuando hizo el servicio militar en 1937, en el Regimiento de Patricios, tomó dos canciones que no tenían letra en castellano y se las escribió: Noche de paz de Franz Gruber y Repican las campanas de James Pierpont.

A comienzos de los sesenta, se subió a la llamada Nueva Ola, que dejó una verdadera fortuna en sus playas: El club del clan. Un rejunte de cantores que hicieron furor, entre los que figuraban Palito Ortega, Violeta Rivas, Johny Tedesco, Lalo Fransen y Chico Novarro. Los compilados en disco tuvieron su continuación en un programa televisivo que se veía en toda Latinoamérica.

Ben Molar fue miembro de la Academia Nacional del Tango, de la Academia Porteña del Lunfardo y Presidente Honorario de la Asociación Gardeliana Argentina. Fue el inventor del long play de catorce temas —algo que se decía que era técnicamente imposible, por eso históricamente se hacían con seis canciones de un lado y seis del otro—, pero él lo logró. La historia es curiosa. Se había propuesto hacer un disco de tango, para el que convocó a muchos músicos, poetas y pintores: “¿Cómo me van a entrar solo doce músicos? Un soneto se compone de catorce versos. Entonces yo voy a tomar ese número. Era terrible ese momento. El tango estaba olvidado. Mi mamá lo tenía que escuchar en Radio Colonia. Consulté. No se puede hacer —me decían—, en ninguna parte del mundo se pudo. Yo me puse a trabajar con un técnico y se pudieron meter catorce temas. Eso sacudió el medio y benefició el disco”.

A él se debe la iniciativa de que se pusiera en cuarenta esquinas de la calle Corrientes placas de bronce con el nombre de grandes figuras del tango que aún estaban vivas y fue también iniciativa suya que se instaurara el día internacional del tango. Un día de 1965, parado en la esquina de Corrientes y Esmeralda, esperando un taxi, recordó que un día como ése había nacido Julio De Caro y Carlos Gardel. Un músico y un cantor. A su criterio, los dos más importantes de la historia del tango. No descansó hasta conseguir el decreto que establece el 11 de diciembre como la fecha en que el tango celebra su día.

Ben Molar era el director de la compañía discográfica Fermata. Un día, lo fue a ver el poeta Pipo Lernoud acompañado de un muchachito que por entonces cantaba folklore, llamado Miguel Peralta, y le dijo que tenían un grupo. Cuando les preguntó cómo se llamaba el grupo, el muchachito cantor, que acababa de leer una novela de Leopoldo Marechal, le contestó: Los Abuelos de la Nada. Allí mismo, Miguel Peralta decidió llamarse Miguel Abuelo.

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