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Algunas claves de la hegemonía imperial

No hay dudas de que Estados Unidos es el imperio más poderoso de estos tiempos, pero vale la pena hacer historia para descubrir sus contradicciones.

Un imperio, en esencia, es la expansión de una potencia por el mundo imponiendo la lógica de dominación de un Estado en manos de otro. Las primeras ciudades estado intentaron expandirse conquistando a sus vecinos. Cuando lo lograban, se podía formar un Estado único más grande, pero era más común que el Estado invasor se convirtiera en el estado central, teniendo dominio sobre variados estados periféricos semiindependientes, un punto intermedio hacia un Estado más grande.

La hegemonía de los Estados Unidos, que se consolidó en la segunda década del siglo XX, no duró mucho más de cien años. Su predominio sucedió al británico. El imperio inglés era tan vasto que hacia 1925 todavía, un escritor argentino niño aun, Adolfo Bioy Casares, acompañó a sus padres ricos en un largo viaje marítimo recorriendo el mundo sin tocar tierras que no fueran colonias inglesas. Muchos años más tarde el escritor diría que lo que más lo impresionó fue saber, con el tiempo, que el imperio británico ya estaba acabado y que nadie parecía darse cuenta.

Estados Unidos siempre cumplió con una de las reglas más clásicas de los grandes imperios de la historia: a la mayoría de sus ciudadanos el resto del mundo le importaba poco, lo ignoraban, lo desconocían. No obstante, la historia siguió y Estados Unidos cometió el error de implicarse en guerras locales innecesarias que lo obligaron a mantener un ejército carísimo, exportando muchas de sus industrias a países baratos y dejando sin trabajo a parte de su población.

Donald Trump jamás ocultó su desprecio a los países de la región, insultándolos como lo ha hecho de forma aún más acentuada en esta campaña y cumpliendo su mandato sin haber visitado ni un país del área. Fue a la Argentina en 2018 por la reunión del G20 y a Puerto Rico cuando el Huracán María en 2017. Pero poco antes de finalizar su primer mandato ordenó incluir a Cuba entre los países promotores del terrorismo, una decisión que implica un tremendo golpe en el terreno económico y financiero para esa pequeña isla del Caribe. Se quejó, además, de la estupidez (según sus palabras) de los demócratas porque cuando estaba a punto de apoderarse del petróleo venezolano aquellos lo dejaron escapar y, dijo: “¡ahora tenemos que pagárselo a Maduro!”.

Como sostiene el politólogo argentino Atilio Borón, la crisis o las situaciones excepcionales son una constante en América Latina y el Caribe (ALC), no una alteración de una supuesta normalidad que jamás conocimos en este, el continente más injusto del mundo. Y, para más datos, el más cercano a «la Roma Americana», como Martí llamara al imperialismo estadounidense. Nuestra América es por lo tanto presa favorita de Washington, aquella sobre la cual sus garras llegan más lejos y se hunden más profundamente.

La enorme deuda norteamericana lo puso en una posición de debilidad solo sostenida porque los demás estados y poderes entendían que su caída sería una caída general. Dentro de ese debate, que sigue abierto, algunos analistas insisten en que la razón principal de la caída americana no fue propia sino ajena: el ascenso incontenible de China.

Lo cierto es que la recuperación china había empezado a finales de 1980: su ventaja, por aquellos días, era que sus trabajadores – tras décadas de sometimiento- eran baratísimos y, por lo tanto, sus costos industriales no tenían competencia en el resto del mundo. Otra ventaja era que la concentración del poder en un partido único les permitía un control absoluto y una planificación extrema.

Sin embargo, el crecimiento furibundo pagó grandes costos: la destrucción masiva del medioambiente, el desarraigo de cientos de millones de campesinos que abandonaron sus tierras para buscar empleo en las ciudades, su dependencia cada vez mayor a las condiciones del mercado.

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