Borges y Cortázar, la relación entre dos grandes

Son dos de los nombres mayores de la literatura argentina. Diferencias profundas los separaban, pero una afinidad no menos honda los unió para siempre.

Fueron los dos mayores referentes de la literatura argentina del siglo XX, tan monumentales como distintos. No obstante, hay una curiosa simetría entre ambos: uno decidió radicarse en Europa desde la publicación de sus primeros libros, en 1951, y fue en París que asumió su condición de latinoamericano por encima de su irrenunciable amor al terruño. El otro, en cambio, más allá de vivir una temporada de su juventud en Europa, nunca se desarraigó de esa Buenos Aires que parecía inventada por él a su imagen y semejanza.

Desde su juventud, Jorge Luis Borges aprendió a leer en francés y en inglés, pero hizo lo que pocos para que el castellano pudiera expresar aquello que hasta entonces solo parecía reservado para otras lenguas. Fue un lector original y profundo que en obras como La divina comedia y Las mil y una noches descifró los avatares del alma humana por encima de las diferencias sociales. Y de allí llegó al tango y a los poetas de Buenos Aires y les dio el aliento heroico de los fundadores que cambiaron la espada por el cuchillo. Asimismo, en cada uno de sus textos, Borges solía plantear la cuestión esencial de la “de-formación” argentina: la vieja dicotomía sarmientina de civilización y barbarie.

Julio Cortázar llegó a los 37 años a Francia y escribió gran parte de su obra allí. Explicó las razones de su enamoramiento parisino muchas veces: “Con ese clima particularmente intenso que tenía la vida en París, la soledad del principio, la búsqueda de la intensidad después, de golpe, en poco tiempo, se produce una condensación de presente y pasado; el pasado, en suma, se enchufa, diría, al presente, y el resultado es una sensación de hostigamiento que me exigía la escritura”. En ese contexto, además, adhirió al socialismo, algo que jamás le perdonaron los militares ni los peronistas y radicales argentinos.

Al igual que los predecesores que fundaron la Argentina “moderna”, Borges vio siempre en las masas mestizas y analfabetas una expresión de salvajismo. Fue devoto de esa zoncera madre que explicó Arturo ­Jauretche en Los profetas del odio y la yapa, y que consistía no en desarrollar América según América, enriqueciendo la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol, sino en el intento de crear Europa en ­América, trasplantando el árbol y destruyendo lo indígena que podía ser un obstáculo para su crecimiento según Europa y no según América.

De joven, Cortázar no entendió el fenómeno de masas que se aglutinó detrás del peronismo, como tampoco había comprendido el populismo democrático de Yrigoyen. Ya maduro se pronunció por una ideología, una manera de ver el mundo, que solía ser vista como pura utopía. Sin embargo, en 1973, cuando viajó a la Argentina, compartió las mejores horas con Rodolfo Walsh, Paco Urondo y otros intelectuales que desde el peronismo combativo creían posible edificar una sociedad más justa. Cortázar compartió ese entusiasmo, pero desconfiaba del entorno de ultraderecha de Perón: la masacre de Ezeiza y la persecución lopezreguista lo hicieron desistir de su idea de volver al país.

Decía Osvaldo Soriano que el único mundo posible para Borges era el de la literatura bendecida por cien años de supervivencia. De modo que se dedicó a recrearla, a reescribir enigmas y epopeyas que iban a contracorriente de las escuelas y las grandes mutaciones de ideas y letras. Escribir era lo único que llenaba su vida y la hechizaba, tal vez por eso se convirtió en el renovador más colosal que haya dado la lengua española.

El autor de El Aleph le publicó el primer cuento a Cortázar en la revista Los Anales de Buenos Aires. Este último sostenía que había que juzgar al escritor genial por un lado, al hombre insensato por otro. Y que era necesario disociarlos para comprenderlos. Aun así, ambos creían en el poder de la ­imaginación para transformar el mundo. Finalmente, Borges fue a morir lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado en Ginebra, como antes Cortázar prefirió que lo enterraran en París.

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