cultura
Cacho de Buenos Aires
Cacho Castaña, con sus 2.500 canciones, se convirtió en uno de los cantores populares más emblemáticos. Estuvo en el centro de algunas polémicas y quedó en el corazón de muchos.
En su casa del Barrio de Flores –donde nació y murió en octubre de 2019- había un cartel que decía: “Doctor honoris causa de la Universidad de la calle con el grado de baldosa de oro”. Se preparó mucho para ese título: a los 13 años se recibió de profesor de música, a los 14 fue pianista estable de Radio Excelsior, y un año después integró una orquesta de tango. Luego su vida daría un giro.
Cuando escuchó rock and roll por primera vez, su vida dio un vuelco. Comenzó a escribir sus propias canciones. Registró a su nombre 2.500 composiciones, la mayoría de las cuales está dedicada a mujeres, fundamentalmente para contar lo que le pasaba cuando ya las había perdido: “Las mejores canciones se escriben cuando ellas se van, porque te dejan marcado. Será porque uno es medio pelotas o porque me gusta sufrir, andá a saber”.
Humberto Vicente Castagna nació el 11 de junio de 1942, su padre era zapatero, su mamá lo mandó a estudiar piano a los seis años: “Algo me debería gustar porque si no, no hubiera aguantado tanto tiempo”. Su debut musical fue en el Parque Japonés cuando aún usaba pantalones cortos. Le gustaba su trabajo en Radio Excelsior. En la década del 50 aún no había tandas publicitarias: “El locutor terminaba de hablar y me hacían señas para que yo empezara con el piano a tocar lo que se me ocurriera en ese momento”. Fue en la radio que se enteró que la orquesta de Oscar Expósito convocaba a una prueba para incorporar un pianista. Lo examinaron en un bar con billares que tenía en el subsuelo una sala de ensayos. Cacho fue con su diploma bajo el brazo. Expósito le dijo: “No, pibe, el diploma metételo en el traste, sentate allí y empezá a tocar”. “Me senté, toqué y me quedé”, contaría más tarde.
La madre aún no le había dado los pantalones largos y Cacho ya andaba de baile en baile con la orquesta, en los clubes y en los teatros, en los barrios y en distintas localidades de la provincia de Buenos Aires. Pero una noche escuchó en la radio a Elvis Presley: “Y me llenó de humo la cabeza, empecé a revolear la pelvis, me dejé la patilla y el pelo largo”. Ya nada fue como antes.
Dejó atrás el tango y el piano, y adoptó como nuevo credo el rock y la guitarra: “Armamos un grupo más de twist que de rock, porque fue la época que nos tocó, se llamaba Los Huracanes, anduvimos girando un tiempo y después me largué solo con la viola y a veces con el piano en los boliches. Y cuando no tocaba me iba a bailar a Comunicaciones, al Buenos Aires, al Palacio Güemes, al viejo Manhattan de Liniers. Uno sacaba a bailar con el cabezazo y nunca sabías lo que venía hasta que se levantaba”.
Ya por entonces frecuentaba el Café La Humedad: “Siempre anduve por acá, toda la vida, el café fue mi mejor escuela. Todavía quedamos algunos de la barra de esa época, no sé si seguimos siendo la barra, pero nos vemos de vez en cuando. El único músico era yo, aunque había un par de cantores que, cuando se ponían, lo hacían mejor que yo; había buenos cantores. No hace mucho de esto, pero en aquella época se canturreaba más, había más bohemia”. Entre los tangos mas reconocidos, Garganta con arena, donde brinda un sentido homenaje al Polaco Goyeneche; y Tita de Buenos Aires, dedicado a la extraordinaria Tita Merello.
Cacho Castaña era una especie de encarnación del código propio de los barrios. Un atorrante incansable que estiraba el tiempo en las esquinas. Un bohemio mujeriego y cantor que nunca fallaba a los amigos: “Ahora los pibes se encuentran en la estación de servicio, no sé qué carajo de bohemia puede haber en una estación de servicio. Antes había más lugares, había más sabios y también más asesinos, más ladrones, más chorros, qué sé yo”.
Su primera novia fue la reina del Carnaval. Se llamaba Alicia. Un día ella lo obligó a optar: “La música o yo”. La respuesta de Cacho Castaña no necesitó de palabras. A partir de allí la sucesión de mujeres fue interminable. A ellas estuvieron dedicadas sus canciones que oscilaban entre la frivolidad más pegadiza y la poesía. Hacia el final de su vida confesaba que no podía creer que fuera a sus recitales un promedio de 5.000 personas: “No sé qué corno pasó, no lo puedo creer, es un misterio. Y cómo mil pibes que se ponen adelante, cantando temas como La gata Varela, Garganta con arena, Café La Humedad y los cantan de punta a punta, es una cosa increíble”. Quizás eso tenga un nombre: ser un cantor popular.