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Carlos Alonso: secretos de uno de los mayores pintores argentinos

Es uno de los artistas plásticos con mayor reconocimiento internacional. Si bien la tragedia atravesó su vida, siempre procuró enriquecer la vida de la gente con su arte.

Su madre aseguraba que ya dibujaba antes de aprender a leer y escribir. Pero no como suelen hacer los niños, sino que sus dibujos apuntaban a un relato, una descripción gráfica de sus proezas terrenales. Así de precoz fue Carlos Alonso, quien nació el 4 de febrero de 1929, en Tunuyán, Mendoza. Tanto dibujaba que pronto reafirmó su vocación y en el hall de entrada de su colegio empezó a hacer exposiciones de sus cuadernos de clase, donde escondía su repertorio artístico. Con la firmeza y convicción de aquel niño, se convirtió en uno de los mayores pintores argentinos. Alguien que desde el comienzo supo del compromiso del creador: “Un artista siempre tendrá un grado de responsabilidad con la comunidad a la que pertenece”.

Alonso comenzó, en los primeros años de la década del 70, a elaborar un conjunto de trabajos que serían una anticipada y sobrecogedora visión de la carnicería que se perpetraría sobre miles de habitantes en nuestro país durante la Dictadura cívico-militar instalada a partir de 1976. En los dolorosos sucesos del régimen militar, perdió a una hija, Paloma, desaparecida desde julio de 1977. A varios decenios de su realización, no hay dudas de que sus múltiples trabajos se revelan como el estremecedor testimonio de uno de los pocos artistas que alertó sobre la catástrofe que se avecinaba.

Cuando contempló por primera vez los cuadros del maestro neerlandés Vincent van Gogh, supo que estaba ante un momento bisagra de su vida. Esa pintura, directa y cercana, lo embelesó al punto de hacerle sentir la necesidad de reflejar su propia realidad. Más tarde, se fue un año a estudiar con Lino Spilimbergo a Tucumán. Luego, otro año a Santiago del Estero. Y allí descubrió nenes con la panza hinchada por el hambre; la miseria endémica y las injusticias que padecen los sobrevivientes. Desde entonces, comprendió que, si la obra no estaba hecha para expresar la propia existencia, el mejor destino posible es que pudiera servir para narrar los conflictos e injusticias de la vida social.

Muchos de sus trabajos nacieron del temor que Alonso sentía de que pudieran extenderse algunos acontecimientos que ocurrían en el país. Era la época de Isabel Perón y la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Por entonces, expuso El ganado y lo perdido, aunque viniese trabajando la serie desde 1971. “La preocupación por las constantes de violencia que envuelven la historia argentina es en mí un sentimiento visceral —le confesó al periodista Alberto Catena—. Se nota en muchos trabajos. Está presente, por ejemplo, en las ilustraciones hechas para El matadero de Esteban Echeverría”.

En su muestra Mal de amores y otros males, la brutalidad ejercida por el poder sobre los cuerpos es algo sumamente perturbador. En ese sentido, Alonso explicaba que un poder que se ha desorbitado no pone límite a sus transgresiones, considera y trata al cuerpo como si fuera el de una vaca. “Se trataba pues de ir tirando de esa pequeña cuerda para que apareciera esa madeja siniestra que después todos vimos en su verdadera expresión”, explicó el pintor, haciendo referencia a esas fuertes imágenes.

Protagonista de una etapa extraordinaria de la pintura argentina, Alonso la recuerda como un período “intenso y maravilloso”. Curiosamente, cuando vivió en Italia, pudo darse cuenta de la diferencia entre los maestros de un lugar y de otro. “Nosotros —señaló Alonso— , digo nosotros porque había otros jóvenes que estaban mezclados como yo con estos grandes pintores, éramos tratados como pares. No había ninguna diferencia, al contrario, nos abrían todas las puertas, nos presentaban compradores, editores, galeristas”. No obstante, advirtió que ese espíritu fue deteriorándose como resultado de la comercialización excesiva. Como artista nunca dejó de correr riesgos y de pintar cosas que incluso no eran pintables. Cree firmemente que desde los clásicos, pasando por Cezanne, jamás dejó de tener prestigio pintar una manzana y que, por fortuna, siempre podían encontrarse espacios para expresar la rebeldía, “porque no hay peor comportamiento que conformarse con la realidad tal como es”.

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