cultura
Cuando Pancho Villa escapó de la cárcel
“¡Viva Villa!”, gritaba el pueblo mexicano al paso de este caudillo revolucionario que tuvo una vida novelesca, incluyendo una célebre fuga.
El 7 de junio de 1912, en un coche de tercera clase, Pancho Villa viajó hacia México como prisionero. Por orden de Victoriano Huerta se le negó comida y manta. Cuando llegó a destino, fue entregado a unos gendarmes que lo llevaron en un auto al otro lado de la ciudad. Lo entraron a un edificio bajo, amordazado, hambriento y sin afeitar. Lo recibió un funcionario corpulento de poblado bigote y ojos burlones, que vestía un uniforme azul sin una arruga. En alguna parte, una banda estaba tocando con gran pompa una marcha.
Es el convento de Santiago Tlatelolco que se ha convertido en penitenciaría. Pancho Villa fue puesto en una celda común y allí quedaría hasta que lo fusilaran. La mañana de la ejecución, cuando ya el pelotón estaba acariciando los gatillos, llegó una comunicación urgente: el indulto presidencial. Pancho Villa dijo: “Vino la muerte a buscarme, pero se equivocó de hora”. El gobierno temía que el fusilamiento provocara mayores revueltas populares.
El reo fue juzgado, pero pasó más de un mes antes que la Corte se reúna. Fue culpado oficialmente de “insubordinación, desobediencia y robo”. Para Pancho Villa fue muy difícil acostumbrarse al encierro, allí a las ocho de la mañana los cerrojos de hierro de la puerta chirriaban cuando se abría, y no volvía a cerrar hasta las nueve de la noche. Pasó las horas leyendo Las campañas de Napoleón. No es que fuera un gran lector, apenas si sabía leer, deletreaba cada página con mucho esfuerzo, con profunda concentración, siguiendo las líneas con el dedo. Estudiaba los mapas y los planos de la batalla bajo la mortecina lamparita de la celda.
La celda de Pancho Villa estaba en la planta baja del edificio, al extremo de un corredor formado por una pared de un lado y cuatro celdas del otro. En la cárcel hay un empleado del Poder Judicial encargado de supervisar las condenas. Es un muchacho pálido, enjuto, llamado Carlos Jáuregui. Parecía tener predilección por ese general de la revolución mexicana que siempre tenía una historia para contar. Escuchaba arrobado los relatos de ese personaje legendario de la División Norte. “Para mí la guerra empezó cuando nací”, le contó. Le explicó que cuando era niño tuvo que vengar a la hermana matando al patrón. Se hizo cuatrero. Ahí pasó a llamarse Pancho Villa, había nacido con el nombre de Doroteo Arango. Pancho Villa era otro, un compañero de banda, el más querido. Cuando los guardias rurales mataron a Pancho Villa, él tomó su nombre.
Promesas de Revolución
Un día día Carlos Jáuregui logró ingresar a la cárcel una lima y un poco de cera negra, la que fácilmente se puede modelar para que parezca hierro. En las noches, el trabajo con la lima no llamaba la atención, hacía el mismo ruido del roer de las ratas que abundan en la prisión. Luego de unos días los barrotes cedieron y por el espacio que queda libre Pancho Villa salió. Luego, volvió a colocar los barrotes, disimulando las incisiones con la cera negra. Tenía la ropa que le ha llevado Jáuregui: un sombrero hundido hasta los ojos, anteojos negros, un sarape envolviéndole el cuello y los hombros, traje y sobretodo; se fueron los dos caminando por el pasillo. Los guardias le preguntaron a Carlos Jáuregui si ya se iba. Contestó que sí y, señalando a Pancho Villa, agregó: “Tengo que irme con el doctor, para hacer una diligencia”.
Pancho Villa retomó las armas y siguió su batalla para que las promesas de la revolución mexicana se cumplieran. En tren marchaban las tropas villistas hacia las avanzadas de la guerra. En 1916, con sus últimos 500 hombres, atravesó la frontera de los Estados Unidos y entró a los balazos al grito de ¡Viva México!. El 20 de julio de 1923, fue asesinado en una emboscada y su cadáver, decapitado. Su cabeza fue comprada por el magnate norteamericano William Randolph Hearts, quien pagó por ella cinco mil dólares.