cultura
De la gloria al olvido
Ada Falcon llegó a ser una de las figuras más famosas del tango, vivió en medio de los mayores lujos, y terminó haciendo voto de pobreza.
El 11 de febrero de 1926, se celebró el cuarto Gran Baile de los Aviadores, en el teatro de la Opera. Esa noche, Ada Falcón cubrió sus hombros con un mantón de Manila y estrenó el tango Bésame en la boca. Tenía 16 años. Cuatro años después ya era una de las figuras descollantes del sello Odeón. La acompañaba la orquesta de Francisco Canaro –quien estaba embelesado con su voz y sus grandes ojos verdes-.
Era una star system de la primera época del tango. En todas las dependencias de su casa de Palermo Chico se respiraba perfume francés. En Radio Splendid había hecho construir una salida oculta para romper el asedio de los fans.
Pero un día la fama fue como una piel que quedó desprendida en el camino. Se hizo profundamente religiosa, y se fue a vivir a Salsipuedes –Córdoba-, en la mayor austeridad. “Ya convertida y decidida a alejarme, iba toda las mañanas, a las seis, a San Martín de Tours. Una mañana, volvía llorando –me dolía arrancarme de tanta fama y tanto lujo- y, de pronto, vi que una estrella enorme, hermosa, se movía a mi lado y me acompañaba”, así explicaba cómo se había transformado radicalmente su vida.
Cuando salía a caminar por las empinadas callas del pueblo cordobés, los que la reconocían no podían creerlo. Esa mujer, unos años antes, había estado en la tapa de las principales revistas de espectáculo, y ahora, entraba furtivamente a los jardines para hurtar rosas.
A fines de 1942 cortó amarras con todo lo que la había catapultado a la fama: discos, escenarios, reportajes. La razón de esta metamorfosis no estaba clara. Ella arguía el don de la fe que repentinamente la había poseído. Otros, más terrenales, señalaban que ella, que tantos corazones había destrozado una década atrás, había caída fulminada por el amor no correspondido de un hombre: Francisco Canaro.
Le ofrecían fortunas para que volviera a cantar. “Estoy cumpliendo una promesa de 30 años. Ya falta poco, y entonces, voy a volver”, decía. Ese momento nunca llegó. Cantaba cuando estaba completamente sola, y se jactaba de que lo hacía mejor que antes. Prometió a Dios que iba a ocultar lo que más le habían elogiado. Por eso no cantaba. Y usaba anteojos oscuros para que no se le vieran los ojos. Esos ojos que a tantos hombres habían encandilado. Iba a la iglesia de Río Ceballos a pie. Se había quedado con solo dos pares de zapatos –ella que había tenido un Mercedes Benz, un Cadillac y un Ford último modelo-. Decía haber tenido revelaciones que le cambiaron la vida. Contó en alguna oportunidad: “Yo usaba un enorme solitario, que me había regalado el marajá de Kapurtala. Estaba enamorado de mí y me quería raptar. Yo tenía un policía especial para que me cuidara de él. Pero el solitario era muy lindo y yo lo usaba. Un día se me apareció Cristo en persona, tenía el corazón abierto y sangrante. Me tomó la mano, me sacó el solitario y se lo hundió en el corazón. Entonces yo vendí todas mis joyas, rompí todos mis discos y me entregué a Dios”.
Todas las cantoras que fueron sus contemporáneas, reconocían que Ada Falcón había sido la más bella. Azucena Maizani reconoció: “Era la más hermosa de todas nosotras”. En tanto Tania señaló: “Ninguna foto le hace justicia, a su cutis y sus ojos”. Siempre a su alrededor se formaba una rueda de admiradores, que ella hacía a un lado con su brazo enjoyado, y la autoridad de su andar sobre altísimos tacos. En la época en que necesitaba vivir en el lujo, habitaba un palacete de la calle Bustamante, con columnas de mármol muebles de Jansen, arañas de doce luces, paredes tapizadas en tafeta color durazno, y un muy nutrido personal de servicio. Luego vendría el voto de pobreza, el destierro voluntario, y ese lento hundirse en el misterio que la envolvió hasta su muerte.