El monje ingresó a la orden benedictina
en la abadía de Hautvillers del norte de Francia y, accidentalmente, sentó las bases del más célebre de los vinos espumantes.
A esta altura ya es casi un latiguillo: solo debe llamarse champagne a ese tipo de vino espumoso elaborado en la región de Champaña, en el noroeste de Francia. Es el vino blanco o rosado elaborado con una mezcla de uvas chardonnay, pinot meunier, pinot noir, pinot gris, arbanne y petit meslier. De la misma manera, casi todo el mundo aprovecha las fiestas para pasar por alto esa “denominación de origen controlada” y llamarle champán a casi todos esos vinos espumosos que se descorchan en Año Nuevo. Su historia, sin embargo, es una sola.
Botellas que explotan
Cuando tenía solo 19 años, Dom Pierre Pérignon ingresó a la orden benedictina en la abadía de Hautvillers de Épernay. Una de sus tareas principales consistía en supervisar la extensa producción de vinos del establecimiento y, sobre todo, solucionar el problema de las burbujas que aparecían en unas cuantas botellas. ¿Problema? Sí, problema. Si bien las burbujas que aparecían en los vinos de fines de siglo XVII eran exactamente las mismas que hoy son el signo distintivo de la bebida, por entonces eran un mal trago. Los monjes querían beber sus vinos, pero, a causa del frío invernal de aquella zona, las botellas detenían naturalmente su fermentación. Es decir que alcanzaban un grado alcohólico moderado y tenían un cierto azúcar residual. Con la llegada de los primeros calores de la primavera, la actividad bacteriana se reactivaba, las burbujas quedaban atrapadas y la presión precipitaba la explosión de las botellas.
Dom Pérignon hizo algunos esfuerzos. Introdujo una serie de cambios, como la selección de la uva (quería hacer un vino blanco con uvas tintas), y el 4 de agosto de 1693 bebió el resultado de sus esfuerzos como bodeguero: “¡Vengan rápido! ¡Estoy tomando las estrellas!”, dijo. Pérignon, siguiendo el ejemplo de las vasijas de los peregrinos, tomó nota de las bondades del corcho para cerrar las botellas de forma casi hermética y evitar así el escape de gas. Lo sujetó con una grapa metálica y se inclinó por la utilización de unas botellas de vidrio más grueso para evitar los estallidos y la expulsión de los tapones. A partir de entonces, los monjes cambiaron por completo su percepción sobre aquella bebida y el champán comenzó a ganar su propia reputación.
En algún punto de 1715, el célebre Dom Pérignon murió, pero su legado quedó sellado en la inmortalidad de sus burbujas. Durante su asombrosa vida como bodeguero, había dejado impresos y para siempre los principios básicos que todavía se utilizan para hacer champán, cava y la mayor parte de vinos espumosos existentes en el mundo. Es decir, la técnica de la “segunda fermentación”, que no es otra cosa que fermentar el vino una segunda vez directamente en la botella.
La maduración justa
Según un documento de la Royal Society de Londres fechado en 1662, Christopher Wren señala que en Gran Bretaña ya se le añadía azúcar y melaza al vino para hacerlo espumoso. Más allá del tecnicismo cronológico, el champán quedó asociado definitivamente con un lugar, un terroir. A casi 200 kilómetros al este de París, los principales viñedos de champagne siguen ubicados en el valle del Marne, la montaña de Reims, la Côte des Blancs, y en los alrededores de Épernay y Reims. Una región de clima frío y nubosidad abundante donde las uvas no maduran lo suficiente, dando lugar a esos vinos tranquilos, muy ácidos y livianos en alcohol que, gracias a la burbujas de Dom Pérignon, coronan toda fiesta que se precie a lo largo y ancho de todo el planeta.