Cultura

El monje que descubrió el misterio de la genética

Se llamaba Gregor Mendel y pasó del escarnio a la gloria. En su época fue víctima de la indiferencia, pero hoy sus descubrimientos son considerados aportes científicos insoslayables.

Todo empezó en el mes de abril de 1865, cuando un monje presentó su trabajo de 40 páginas a la Sociedad Científica de Brun, en Austria-Hungría. En dicha ciudad estaba ubicado el monasterio de la orden de San Agustín a la que Johann Gregor Mendel, el hombre en cuestión, pertenecía. En ese trabajo, Mendel resumía sus opiniones después de más de 20 pacientes años de observar la forma como se producía la transmisión de los caracteres hereditarios en las plantas, que él cultivaba en el jardín del monasterio.

Todos los jardineros y agricultores utilizaban intuitivamente este mecanismo para producir nuevas variedades vegetales. Pero nadie, hasta Mendel, había aventurado que el proceso era matemático y que leyes precisas controlaban la herencia. Desde la más profunda intimidad de la célula, los genes controlan el proceso de la transmisión de los factores hereditarios. Así se descubrió que, en la división celular, tienen fundamental importancia unos microscópicos elementos, los cromosomas que ejercen el control de los organismos vivos. El ADN selecciona algunos datos genéticos, los combina, y prepara un programa completo de producción de materia viviente: las células cumplen ese programa y de sus infinitas subdivisiones surgen las características de cada ser vivo. Cuando misteriosamente los genes dejan de emitir órdenes o equivocan sus indicaciones surgen, por ejemplo, plantas incomprensibles, niños con seis dedos o imprevistos albinos.

La presentación ante la Sociedad Científica no tuvo ninguna resonancia, nadie otorgó importancia a sus opiniones, el trabajo quedó arrumbado en un cajón. Sin embargo, en esas 40 páginas de minuciosa caligrafía comenzaba a desentrañarse el misterio de la creación de la vida. 35 años después, tres importantes científicos europeos redescubrieron casi simultáneamente el trabajo de Mendel y lo confrontaron con sus propias investigaciones. Las conclusiones coincidían asombrosamente. La ciencia reconoció las leyes de Mendel y le otorgó los honores que se reservan a los grandes. Pero el monje nunca lo supo: había muerto en 1884.

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