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El precio de enfrentar a un imperio

En abril de 1852, a los 59 años, Juan Manuel de Rosas se exilió luego de ser derrotado en la batalla de Caseros por un ejército armado por Brasil, Uruguay y los unitarios de nuestro país.

En la noche del 2 de febrero de 1852, acompañado por su edecán, Juan Manuel de Rosas recorrió los campos de Caseros donde, al otro día, sería la batalla que lo derrocaría. Se lo escuchó decir: “El honor y los deberes de gobernante me llaman a dirigir la batalla a la que se aprestan los aliados invasores. En tal posición sostendré hasta el último trance los derechos e Intereses de la Confederación, tal como lo he entendido hasta hoy; pero si los jefes más caracterizados de mi ejército entienden que se debe pactar con el Brasil y con Urquiza en vez de combatir, no me queda más que someterme, en cuanto a mi persona y mando que invisto; de ello no hago cuestión. Pero apelaré, como simple ciudadano, a la opinión de la provincia para desalojar a los invasores del Imperio”.

El coronel Martiniano Chilavert –otrora unitario y, en ese entonces, ferviente rosista–dijo: “No sabría dónde ocultar mi espada si tengo que envainarla sin combatir con ese enemigo que ya está enfrente. Acompañaré al gobierno de mi patria hasta el último instante”. Era una batalla decisiva. Ambos bandos sabían que cualquiera fuera el resultado de las armas, debía trabajarse en la Constitución Nacional que sentaría las bases del país que se construiría.

No quedaron dudas de quienes ganaron la batalla. A los pocos días, las tropas del imperio de Brasil desfilaban por las calles de Buenos Aires. El coronel Chilavert fue uno de los héroes de la resistencia rosista. Enfrentó a los invasores hasta el último instante, hasta el último proyectil de sus cañones, que él mismo disparará contra una columna brasileña. Fue puesto preso en el campamento enemigo. Todos los testimonios indican que mantuvo en alto su honor. No claudicó ante quienes se hallaron con el invasor. Luego de entrevistarlo, Urquiza le prometió la libertad, sin embargo, el general entrerriano ordenó a su secretario: “Fusílelo por la espalda”. Cuando estaba frente al pelotón, Chilavert gritó: “Tiren al pecho, así mueren los soldados como yo”. Luego de los disparos, uno de los verdugos se acercó al cuerpo y lo degolló de un hachazo.

Juan Manuel de Rosas se embarcó en la fragata Centauro rumbo a Inglaterra. En los últimos días de abril de 1852 tocó tierra en Davenport. Allí, lo estaba esperando Máximo Terrero, el novio de Manuela, su hija. Lo reciben con una salva de cañón. El prestigio internacional del Restaurador no ha menguado. A los dos días, parte rumbo a Southampton en una diligencia. Se instalaría en una granja de ciento cuarenta y ochos acres. Allí pasaría sus últimos días.

Sin duda, en ese viaje, debe haber reconstruido la batalla. Recordaría que los 12.000 hombres solo habían sobrevivido trescientos artilleros, de los cuales, la mayoría fueron fusilados después de los combates. Los que no fueron sacrificados en el campo de batalla fueron pasados por las armas en Palermo, donde los vencedores instalaron su cuartel general. La firme actitud de Rosas durante el bloqueo le valió el apoyo de diversas personalidades de un amplio espectro político, entre ellos de José de San Martín, quien legó en su testamento su sable al gobernador de Buenos Aires.

El primero de los actos del nuevo gobierno fue confiscar todos los bienes de Rosas acusado de malversación de caudales públicos. La medida se extendió al patrimonio de sus parientes. El odio de los unitarios hacia Rosas no tenía límites. Pero vastos sectores del pueblo seguían creyendo en su caudillo. A los pocos meses, Buenos Aires se separó de la Confederación y desconoció todo aquello que atentara contra “los derechos de la provincia”. Los unitarios se habían adueñado del país.

En los instantes finales de la batalla de Caseros, Juan Manuel de Rosas fue hacia la Matanza, para estudiar la posibilidad de una resistencia. En el camino, lo tirotearon, una bala le hirió la mano, pero sus soldados pudieron repeler el ataque. Solo su asistente, Lorenzo López, lo acompañaría. Recostado contra un árbol, escribió: “Señores Representantes: Es llegado el caso de devolveros la Investidura de Gobernador de la Provincia y la suma del poder público con que os dignásteis honrarme. Creo haber llenado mi deber como todos los señores Representantes. Nuestros conciudadanos, los verdaderos federales, y mis compañeros de armas. Si más no hemos hecho por el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es porque no hemos podido... Herido en la mano derecha y en el campo perdonad que os escriba con lápiz esta nota y de una letra trabajosa. Dios guarde a V. H. Rosas”. Y marchó al exilio.

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