cultura

El siciliano que marcó la historia del tango

Ignacio Corsini, contemporáneo de Carlos Gardel, acuñó un estilo propio que le permitió gozar de una inmensa popularidad.

Se complementaban muy bien: Carlos Gardel era morocho y barítono; Ignacio Corsini, rubio y tenor. Tenían algunas semejanzas. Por ejemplo, ambos no conocieron a su padre. Los dos nacieron en Europa: Gardel en Toulouse, Corsini en Sicilia. Ambos cultivaron la milonga, el estilo y la canción campera. Hubo canciones, como Caminito, que grabó cada uno por su cuenta y por sugerencias recíprocas —Gardel reconocía que la mejor versión de ese tema era la de Corsini; este, por su parte, no se atrevió a grabar Mano a mano, porque no hubiera podido nunca superar la versión de Gardel—. Pero el principal parecido estribaba en una pasión compartida: el tango. Se tenían una gran admiración recíproca y cultivaron una amistad iniciada en 1913, cuando compartieron una gira por la provincia de Buenos Aires.

Ignacio Andres Corsini nació en Enna, el 13 de febrero de 1891. Tenía 5 años cuando su madre llegó a la conclusión de que lo mejor para la familia era mudarse a la Argentina. Con los escasos ahorros que tenían, inauguraron una cantina en el barrio de Almagro. El negocio no marchó bien, por lo cual se mudaron a Carlos Tejedor, donde el pequeño Ignacio se hizo ducho en las faenas rurales. Cuando cumplió 15 años decidió volver a Buenos Aires y, esta vez, para no irse.

En un comienzo, integró un conjunto filodramático e interpretó dramas criollos en el circo de los ­hermanos Podestá. Compartió escenario con figuras míticas como Blanca Podestá y Luis Arata. Llegó a tener su propia compañía que representaba sainetes ciudadanos o cuadros campestres. Se casó con la gimnasta y actriz Victoria Pacheco, hija del dueño de un circo.

Si bien decía que sus primeros maestros los había tenido en el campo: “Los pájaros me enseñaron la espontaneidad de su canto, sin testigos, en el gran escenario de la naturaleza. Aprendí a cantar como ellos, naturalmente y sin esfuerzo”, fue al regresar a Buenos Aires, donde conoció en el barrio de Almagro, que conocería a su gran maestro, José Betinotti —el autor de Pobre mi madre querida—, a quien está dedicada la película El último payador, con guion de Homero Manzi, protagonizada por Hugo del Carril.

Su primer éxito como cantor fue La piedra del escándalo, un tango escrito por Martín Coronado y Pablo Podestá; pero la consagración llegaría en 1922, cuando el sainete El bailarín del cabaret incluyó en su voz el tango El patotero sentimental. Con la llegada de ese hit, decidió alejarse del teatro y consagrar todas sus energías a la música. Lo llamaban “El Caballero Cantor”. Incursionaba en lo arrabalero —con algunos momentos de lunfardo—, pero sin perder una trabajada línea de distinción y apostura que quería transmitir a sus seguidores.

La discografía de Ignacio Corsini se estima en setecientas grabaciones. No solo se destacó como intérprete, sino que también fue autor y compositor de canciones como Fin de fiesta, Flor marchita o Aquel ­cantor de mi pueblo —que Edmundo Rivero grabaría en uno de sus discos—. Su hijo, del mismo nombre, médico de profesión, fue el encargado de reunir, en la década del 60, todos esos registros fonográficos dispersos y escribir la biografía de su padre. Muchos años más tarde, Pablo Dacal le dedicaría un libro con el título Por qué escuchamos a Ignacio Corsini.

Su última actuación en vivo fue frente a los micrófonos de Radio Belgrano, el 28 de mayo de 1949. En esa oportunidad, se despidió con alguno de sus clásicos, como Vengo a contarte mis penas, Soy un gaucho peregrino, Por el camino y El arriero. Diez años después, se presentaría para ser entrevistado en Volver a vivir, el programa televisivo de Blackie. Pero ya no cantaba. No le parecía digno que se notara que a partir de la muerte de su mujer se había convertido en un fantasma de sí mismo. Murió en Buenos Aires el 26 de julio de 1967. Dijo: “Quienes se acuerden de mí lo harán con la imagen de un muchacho rubio, siempre vestido de oscuro, casi triste, excesivamente sensible, que muchas veces debió contener el llanto en mitad de una canción”. Este cantor tan rubio y de ojos celestes como su pulpera de Santa Lucía no se equivocó en su vaticinio.

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