cultura
El último poeta que montó a caballo
Jaime Gil de Biedma es un poeta español que dejó una obra escasa en cantidad, pero de una calidad que lo hizo merecedor de ser considerado uno de los grandes.
En literatura hispánica hay grandes poetas con una obra amplia: Lope de Vega, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti; pero también existen excepcionales poetas con una producción breve. Y Jaime Gil de Biedma es uno de los casos más emblemáticos. Aunque escribió algunos de los versos más hermosos de la lírica española contemporánea, a Gil de Biedma le gustaba, más que escribir poesía, hablar de ella y leerla. En las madrugadas barcelonesas de los ‘50, ‘60, ‘70, Jaime, con una copa en la mano, vestido con traje elegante y corbata exquisita, podía conversar con sus amigos (Carlos Barral, Gabriel Ferrater, Jaime Salinas, Ana María Moix, Juan Marsé) de literatura durante horas. Sólo escribió 87 poemas en toda su vida.
El quinto de los siete hijos de Luis Gil de Biedma y Becerril y María Luisa Alba Delibes, cuando nació le pusieron el nombre del hermanito mayor que acababa de morir. Cuando le confesó a su profesor preferido en la secundaria que estaba enamorado de un muchacho de su curso, el profesor le recomendó escribir versos para purgarse.
Supo del inicio de la guerra, en Alto de los Leones, donde se dieron las primeras batallas del centro de España. Era un niño por entonces, y recordaría los cientos de balas que recogíamos en los caminos o los cadáveres de los muertos en los combates o en los cementerios. Cuando intentó ingresar en una célula comunista clandestina de Barcelona, fundamentó así su ideología: “Nuestra obligación contra el régimen y contra esta España opresiva y gris es la felicidad”. Logró sortear el suicidio, a los 30 años, escribiendo un poema titulado Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma, donde habla póstumamente de sí mismo (“De los dos eras tú quien mejor escribía. / Aunque acaso fui yo quien te enseñó / a vengarte de mis sueños / por cobardía, corrompiéndolos”) y después dejó de escribir, aunque vivió otros 30 años.
Su manera de escribir era fiel a esta convicción: componía sus versos mentalmente; cuando creía haber redondeado una estrofa se sentaba a escribirla de un tirón; después tiraba el papel y durante días iba recomponiendo la estrofa en su cabeza, “contando con que el olvido me ayude a eliminar lo que sobra”, hasta que se sentaba a escribir lo que conservaba su memoria. Y así, estrofa por estrofa, todas las veces que fuesen necesarias. Ese proceso mental de pulido del poema tenía lugar mientras él se dedicaba a “las tareas mundanas normales” como afeitarse, manejar el auto, trabajar, pasar por el supermercado a reponer la provisión de vodka o ir y venir en avión a las Filipinas (47 horas, en los buenos tiempos: Barcelona-Roma-Tel Aviv-Teherán-Calcuta-Karachi-Saigón-Bangkok-Manila), porque, además, Jaime era secretario de una poderosa multinacional española de tabaco.
A Jaime le fascinaba leer poemas. Para él, el hecho esencial de la comunicación literaria era la lectura. Jaime sostuvo siempre que la poesía es una actividad eminentemente gratuita (“Nadie te lo paga, nadie te lo pide, nadie te lo cobra. Tu única obligación es evitar que el lector te haga la terrible pregunta: ¿para qué coño has escrito esto?”), que el poeta no tiene más sensibilidad que el resto de los mortales, sólo aprende a tenerla disponible.
En un libro que reúne conversaciones de los tiempos en que ya no escribía y no sabía en donde acomodar su mente genial, confesó que le gustaría ser recordado como el último poeta que montó regularmente a caballo y cuenta que cuando, ya cuarentón, le confesó a su padre que era homosexual, éste contestó: “Me haces desgraciado”. ¿Por ser maricón?, preguntó el hijo. “No, porque yo he dicho siempre la verdad y desde ahora estaré obligado a mentir por ti”, contestó el padre, y eso hizo, durante los 20 años siguientes, cada vez que su esposa se preguntaba en voz alta cuándo sentaría cabeza su Jaimito y se casaría de una vez.