CULTURA

Entre las muñecas y el espionaje

Una ciudadana norteamericana fue condenada a 10 años de prisión por una supuesta colaboración con enemigos de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. La mujer aducía ser fabricante de juguetes.

El fantasma del espionaje sobrevuela todos los períodos de guerra. Así también fue con la conflagración mundial desatada en 1939. Los servicios secretos extremaban sus hábitos de sabuesos para dar con mensajes cifrados, códigos secretos de comunicación, intentos de sabotaje o cualquier otra pista que pudiera revelar un movimiento táctico del enemigo. Fue en esas pesquisas que apareció el nombre de Veivale Malvena Dickinson.

El FBI advirtió que una ciudadana estadounidense dirigía muchas cartas a Japón. La señora no tenía parientes ni amigos en ese país, ni aparentemente había causa alguna que justificara tal profusión epistolar hacia ese país. La agencia de inteligencia norteamericana decidió abrir esa sospechosa correspondencia y comprobó que, en todas las cartas, había largos párrafos ininteligibles, la mayoría de los cuales se referían a “muñecas”. Los investigadores dedujeron que la alusión a “muñecas” no podía referirse sino a bombas o armas, conforme a una muy avanzada escritura en clave en un código que no alcanzaban a descifrar. La autora de las cartas era la hasta entonces inofensiva ama de casa, Veivale Malvena Dickinson. Fue detenida y sometida a juicio.

El proceso cobró una gran notoriedad pública, la prensa ocupó páginas enteras cubriendo sus vicisitudes. El Washington Post advertía a sus lectores sobre la diferencia entre una carta en código y un mensaje cifrado: “Estos mensajes se emplean generalmente sabiendo que han de caer algún día en manos del enemigo. Representan a veces una sucesión de números o cifras que corresponden exactamente a letras previstas por una clave en poder o conocimiento del destinatario. En cambio, la carta en código contiene las palabras completas, que leídas de acuerdo con un sistema preestablecido nos enteran de una situación o de un viaje y marchan ellas al compás de la correspondencia simple, pasando en casi todos los casos por las más sólidas censuras”.

Durante la Guerra Civil Española, cientos de peninsulares recibían en Buenos Aires cartas de sus familiares en las que leyendo, por ejemplo, la tercer palabra de cada renglón se enteraban de que en su aldea hacía tres meses que comían sin sal o cosas por el estilo. Estas son las famosas cartas en código que tantos dolores de cabeza dieron a la señora Dickinson y a las autoridades de la censura estadounidense.

El nombre de algunas espías resonaban en el aire de la época: Cheng Benhua, la heroína china que había revelado movimientos secretos de Japón cuando este país invadió al coloso asiático, y Noor Inayat Khan, la princesa india y espía británica nacida en Moscú, hija de un padre indio y una madre estadounidense, cuyas habilidades le dieron un lugar en el legendario Servicio de Operaciones Especiales Británicas; terminaría asesinada en los Campos de Dachau en 1944. Y, sobre todo, sobrevolaba el fantasma de Mata Hari, emblema del espionaje durante la Primera Guerra Mundial.

Cuando en el juicio el Fiscal del Estado de Nueva York exigió a la acusada aclarara a qué cosa oculta se refería cuando en las cartas escribía “muñecas”, la señora Dickinson contestaba que cuando se refería a “muñecas” quería decir precisamente eso: muñecas. Aducía que se trataba de un emprendimiento comercial que estaba por comenzar y que Japón era el país más interesado en adquirir sus productos. Efectivamente, la señora tenía un depósito con cerca de 20.000 muñecas listas para ser exportadas a Oriente.

Un criptógrafo del Federal Bureau of Investigation señaló que las cartas respondían a un código que, pese a no poder ser develado completamente, presenta ciertas similitudes fonéticas con el idioma japonés, lo que acentuó las dudas en el espíritu de los investigadores.

Es sabido cómo terminan, en caso de duda, los acusados de espionaje en tiempos de guerra. Veivale Malvena Dickinson fue condenada a 10 años de prisión. Cuando salió en libertad, decidió no continuar su negocio de ventas de muñecas, aunque sí firmó un contrato considerable con la revista The American Weekly para contar su historia en entregas.

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