cultura

Entrevista a Pablo Ramos

El escritor acaba de publicar un libro en el que reconstruye su amistad con Gabo Ferro, y cuenta detalles de cómo nació el disco que hicieron juntos.

Pablo Ramos es un escritor que desde hace mucho sabe que los límites están hechos para ser transgredidos. Ha escrito novelas, cuentos, poemas, guiones cinematográficos y televisivos –“El origen de la tristeza” e “Historia de un clan”, por nombrar algunos- Su libro más reciente “El hambre y el arcángel”, es una muestra más de que su escritura desborda todos los marcos. Una larga carta al amigo que ya no está, pero que vuelve a ramalazos poéticos, anécdotas que siguen relumbrando, mails que se atesoraron y que al cabo de los años, permiten recrear una relación de honda amistad y osadía artística, entre el escritor y el músico, tan extrañable, tan presente, tan intacto en su obra, Gabo Ferro.

—¿Qué sentimiento te despierta la ciudad de La Plata?

—Amo a La Plata, tengo una relación profunda con la ciudad. Cosa que no es muy común en la gente de Avellaneda, que siempre mira más para Capital. Tengo grandes amigos allá: un director del hospital San Roque de Gonnet, donde estoy terminando un libro de crónicas (te doy la primicia); estuve un año acompañando a todos los residentes de clínica médica con la muerte de mi hermanita. Tengo alumnos muy talentosos que también son de La Plata.

—Ahora estás viviendo en la Comarca Andina.

—Estoy en la montaña. De lejos puedo ver el volcán Piltriquitrón de El Bolsón y el cerro de El Hoyo. Puedo ver los cerezos y manzanos florecidos. Estoy en la casa de una escritora alemana, con mi perra de 17 años que, de La Paternal acá, revivió un montón: anda saltando, por todas partes aunque después venga rengueando.

—¿Cómo recalaste ahí?

—Vine una vez porque me invitaron a la feria del libro de Río Negro; yo andaba juntando tiempo limpio con mi tema de adicciones y buscando salir - después de la pandemia- de la ciudad. Le había alquilado mi casa a Marcelo Figueras. Cuando vine a la charla, un día de lluvia, había una carpa; me preguntaba cuánta gente iba a ir con un día así. Tuvieron que juntar dos carpas, se llenó de gente. Me contaron que hay una casa hermosa, amueblada, incluso con piano. Son 14 hectáreas a 200 metros de la ruta 40, en un silencio total. Y la alquilé. Es un lugar muy alemán, muy perfecto, el único defecto debo ser yo.

—“El hambre y el Arcángel”, es el libro de un hombre de fe, alguien que cree que las cartas siempre llegan al destinatario.

—Totalmente. En este caso, hay un destinatario doble, porque es Gabriel y, también, yo. Y después hay un destinatario múltiple porque el libro es un hecho literario y por lo tanto está destinado a los otros. No es un libro sobre Gabo ni para Gabo, sino hacia Gabo. Cuando decimos sobre una persona que falleció "la quise mucho", está mal dicho: ¿no la seguís queriendo? Es un presente continuo.

—En el libro está muy presente el sentido de la vida.

—La idea de que hay que hacer algo bueno de la vida, porque lo que hagas acá va a resonar para siempre en el universo. Ese es un profundo acto de fe. Cuando hablo de fe hablo en el tenor de Kierkegaard: la capacidad de soportar la duda. Imaginate cómo hubiera sido mi vida, sin la primaria terminada, con mi viejo en la cárcel, teniendo los problemas de adicción que tuve desde muy chico, si no hubiese imaginado que podía salir de ahí escribiendo y que al final de ese túnel oscuro iba a entender de qué se trató.

—¿Tu relación con la fe era similar a la de Gabo Ferro?

—En mí la fe me fue dada. Es un don. Nunca tuve dudas. Cuando anduve muy mal, a lo sumo estaba enojado con Dios. Gabo era ateo y anarquista, y llega al espíritu desde la carne. Lo recuerdo terminando un concierto, con todas las luces encendidas, sentado en el borde del escenario cantando "Dios me ha pedido un beso".

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