Vuelve la ópera a la ciudad
Tras el parate por la pandemia.
Fue novelista, cuentista y cronista. Murió a los 62 años en junio de este año. Las películas fueron fundamentales para despertar su vocación de narrar.
09/03/2024 - 00:00hs
Todo empezó en la fiestita de cumpleaños de un amigo de la infancia. Algo andaba mal. Había pasado más de una hora y no había animadores. Cuando todo parecía languidecer sin pena ni gloria, ocurrió algo que dio un giro a la noche, y que sería para Juan Forn uno de los mayores descubrimientos de su vida.
Los dueños de casa arrearon a los chicos al living, los hicieron sentarse frente a una pantalla en blanco. Acto seguido, se apagaron todas las luces y se escuchó un ruido, un chasquido de luz y, enseguida, un ronroneo cálido peinando para arriba los pelitos de la nuca de ese niño que aún no sabía que sería escritor. La pantalla gris en la penumbra se llenó primero de garabatos y después de colores y sonidos inesperadamente densos. “Hace mucho, mucho tiempo, en una aldea del Japón...”, dijo una voz grave, en los primeros instantes de la película El niño mago, y Juan Forn se dejó sumergir en un mundo árido y oriental, donde la crueldad y la falta de sentimentalismo de la historia no tenían nada en común con los dibujos animados habituales.
Meses después, cuando llegó el momento de su cumpleaños, Juan no encontró forma de convencer a su madre de pasar El niño mago. Ella era una de quienes habían estado en aquella fiestita. La madre negaba con la cabeza cada vez que el hijo proponía pasar esa película. Decía “no”, con ese tono que hasta mucho después él no sabría cuestionar. La madre terminó eligiendo otra película: Espartaco, de Kubrick.
Pasó mucho tiempo, y un día de 1980 su madre le preguntó si había visto esa película que acababan de estrenar, Apocalipsis ahora. Era un domingo a la noche. Él ya odiaba con toda su alma los domingos a la noche en casa y ella elegía con notable cuidado las palabras que arriesgaba en esa dirección. Estaban solos en la cocina y podían oír las risas de su hermana, una amiga y el padre en el living. Ella mencionó entonces El niño mago. Él ya había archivado esa película en el mismo lugar que el resto de las vergüenzas de su infancia. No lograba recordar siquiera de qué se trataba. Pero en ese momento vio pasar, a una velocidad desquiciante, jirones nítidos de aquel dibujo animado japonés, y sintió un espasmo de la perturbación y la fascinación de entonces, y enseguida volvió de aquel país ignoto a la cocina de casa, a los ojos inalterables de su madre, y fue incapaz de confesarle en aquel preciso momento que eso, eso era exactamente lo que él pretendía hacer escribiendo.
Tiempo después, Juan Forn confesaría: “No conozco a nadie que haya visto El niño mago. Nunca la volví a ver, ni se la oí nombrar a nadie. Hablo poco de mis libros con mi madre, siempre hay otros temas de conversación”.