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La escritora que quiso ser santa
Marie Noël es uno de los secretos mejor guardados de la literatura francesa del siglo veinte, fue candidata al Nobel y vivió desgarrada por la fe.
Para Henry de Montherlant, que no era un hombre de iglesia, las dos mujeres de letras más importantes de la primera mitad del siglo XX fueron Colette y Marie Noël. La muerte de su hermano menor, un día después de Navidad, la sumió en una crisis de fe que terminó tomando la forma de una religiosidad extrema. Con una inmensa soledad, y preguntándose si no había sido ella misma la responsable, en sus Notas íntimas , Marie Noël cuenta que a los doce años, le pidió a Cristo, en el Sagrado Corazón, la alianza de matrimonio. Casi al final de su vida se arrepintió de que le tomara la palabra y que no pudiera devolverle su promesa. También le pidió sufrir, ser santa y ser poeta. Le fue concedido el sufrimiento; en cuanto a la poesía, ella – sin saberlo aun- tenía el don desde la infancia. Y en cuanto a la santidad, pensó al final de su vida que había pedido demasiado, y que había fracasado.
Hasta hace no muchos años, pocos habían oído el nombre de Marie Noël, pero sí del sacerdote con el que mantuvo correspondencia durante más de veinte años. Se trata de Arthur Mugnier, bien conocido en los medios intelectuales del París de finales del siglo XIX y del primer tercio del XX, alguien lleno de sencillez, sensibilidad y espontaneidad, cualidades supuestamente poco adecuadas para triunfar en los salones parisinos entre los Proust, Gide, Valéry, Claudel, Mauriac, Cocteau y otros grandes escritores. Marie Noel era el seudónimo de Marie Rougel, galardonada con numerosos premios y que vivió prácticamente toda su vida a la sombra de la catedral de la localidad borgoñona de Auxerre.
El desgarramiento interior de Marie Noël es perceptible un día en un andén del metro de París en el verano de 1935. Lo reveló en una carta a su director. Cuando la escritora salió de una gran exposición de arte italiano, desde Cimabue a Tiépolo, en el Petit Palais, se introdujo en una estación de la actual línea 12 del metro, llamada hoy Champs Elysées-Clemenceau. Observó que a la entrada de dos túneles opuestos aparecían dos carteles indicadores. Por un lado, Montparnasse. Por el otro, Montmartre. Escribirá lo siguiente: «De un lado, el monte de Apolo, de las musas, de los placeres; del otro el monte de los mártires, de las renuncias y de las cruces, de un lado el paganismo y de otro el cristianismo. Estoy en el andén. Es necesario elegir. Y eso me ha dejado por el momento perpleja. Lo que yo hubiera querido es ir en las dos direcciones a la vez». Surgió aquí la eterna división, que ha atormentado y sigue atormentado a muchos cristianos. Separar la fe del mundo en que uno vive, incluso despreciarlo para no contaminarse y refugiarse en unas prácticas de piedad en busca de consuelo. Es la solución más fácil, sobre todo en tiempos de crisis cuando el cristianismo parece estar olvidado y cuestionado.
El escritor François Marxer asegura que ella se encontraba entre la racionalidad que le transmitió su padre, que era agnóstico, un hombre de gran rigor intelectual, y el amor, que la inteligencia no podía explicar: “Estuvo dividida toda su vida entre la lucidez y el amor, y tuvo que esperar al final de su vida para alcanzar una reconciliación serena, para que la inteligencia no sea humillada por el amor, ni el amor relegado por la inteligencia”.
En 1960 , fue nominada al Premio Nobel de Literatura por el crítico literario Maurice Bémol, ganó el Premio de Poesía de la Academia Francesa y el general Charles De Gaulle le concedió la Cruz Oficial de la Legión de Honor. Al poco tiempo, quedó casi ciega y murió en la casa de su ciudad natal, el 23 de diciembre de 1967, a la sombra de la catedral de St. Étienne, tras haber recibido la última comunión . Sus funerales se celebraron en la iglesia de Saint-Pierre d'Auxerre y fue enterrada en la tumba familiar del cementerio de Saint-Amâtre en Auxerre.