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Libros exitosos que fueron rechazados por las editoriales

Algunas de las obras literarias más célebres de la historia tuvieron grandes dificultades para ser publicadas.

En el siglo XVIII, el poeta Goethe escribió, a propósito de sus editores: “Todos son hijos del diablo, para ellos tiene que haber un infierno especial”. Y otro clásico alemán, Hebbel: “Es más fácil caminar con Jesucristo sobre las aguas que con un editor por la vida”. Sin embargo, ninguna historia fue más terrible que la de John Kennedy Toole, uno de los más notables escritores norteamericanos de los sesenta, que murió joven e inédito.

Fueron tantas las editoriales que rechazaron La conjura de los necios, que, en 1969, a los 32 años, Toole no le encontró más sentido a su existencia y se suicidó en Nueva Orleans. Recién en 1980, su madre, Thelma Toole, consiguió hacer publicar el libro por la Universidad de Louisiana con la ayuda del escritor Walter Percy. Se puede afirmar que Kennedy Toole se mató por impaciente, pero eso no quita que las editoriales hicieran pésimo su trabajo: la novela ganó el premio Pulitzer en 1981 y ha sido traducida a todos los idiomas de Occidente.

Toole fue un profesor que hizo de la escritura un modo de estar en el mundo porque no entendía la vida. Un escritor que se inventó un personaje que acabó devorándole. Lo cierto es que La conjura de los necios hizo de él una celebridad, pero no menos cierto es que también hizo una celebridad de su madre. Thelma daba entrevistas, aparecía en programas de televisión, dictaba conferencias y asistía a lecturas del libro, donde aprovechaba para cantar y tocar el piano.

A Roberto Arlt le rechazaron El juguete rabioso y tenía que escribir una columna en un diario para vivir con decoro. Horacio Quiroga cobró tres mil ochocientos pesos entre 1910 y 1916. Solo cincuenta y tres por mes cuando un empleado bancario ganaba más de doscientos. En ese sentido, recuerda Amorim en carta a Raul Larra: “Florida era el lado en que se pagaban las ediciones los propios autores. Boedo era el lado en que el editor no exigía plata y no liquidaba. Esa era la diferencia”.

Por su parte, André Gide —uno de los escritores franceses más célebres de su tiempo— como lector de la Editorial Gallimard, desaconsejó la publicación de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, por considerar la obra “inútilmente voluminosa” e “ilegible para el gran público”.

Raymond Chandler, en sus Cartas, dice: “El editor podría encontrar quizá alguna justificación de sí mismo, pero jamás hará conocer las cifras. No le dirá lo que los libros le cuestan a él, no le dirá a cuánto ascienden sus gastos generales, no le dirá nada. Apenas usted trate de entablar con él una conversación de negocios, adopta la postura del caballero y académico y cuando usted pretende encararlo en términos de su integridad moral, empieza a hablar de negocios”.

En una de sus novelas, Manuel Vázquez Montalbán mata a su editor y confía la investigación al detective Pepe Carvalho. Sublimar ese dulce asesinato ha sido una constante de la literatura e incluso del cine: en Le magnifique, del director Philippe de Brocca, el actor Jean Paul Belmondo representaba a un escritor de novelas de aventuras asediado y hambreado por su editor. Para componer sus personajes más malvados, el novelista imaginaba siempre la cara de su adusto y avaro editor francés.

Según el editor alemán Sigmund Unseld, “las dificultades que surgen regularmente en las relaciones entre autor y editor se deben a la doble vertiente de la curiosa función del último que, como dijo el dramaturgo alemán Bertold Brecht, tiene que producir y vender la sagrada mercancía del libro; es decir, ha de conjurar el espíritu con el negocio para que el que escriba literatura pueda vivir y el que la edita pueda seguir haciéndolo”.

El escritor y guionista Mario Puzo recuerda en Los documentos de El Padrino que después del fracaso de La mamma nadie quería recibirlo en la editorial y la recepcionista ni siquiera se acordaba de su apellido. Cuando El padrino llegó a ser el libro de bolsillo más vendido en todo el mundo y la secretaria recordó su nombre completo, Puzo publicó una lista de editores que lo habían estafado y que a los otros “piratas” no había Sandokan que pudiese derrotarlos.

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