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Los que vencieron al dinero y los que fueron sus esclavos

Algunos hombres pasaron a la historia por el apego a la espiritualidad y a su vida austera; otros, por la acumulación incesante de bienes y el derroche sin fin.

A principios del siglo XIII, Francesco Bernardone, hijo de un rico comerciante de Asis, dijo que si un hombre pertenece a Dios debe renunciar a sus posesiones, se despojó de todos sus bienes en la plaza pública, y cambió sus ricas vestiduras por telas ordinarias. Se convirtió en el Padre Francisco, se fue a trabajar a un leprosario y dio origen a la orden de los franciscanos.

Francois Rabelais en 1532 publicó la novela Gargantúa y Pantagruel, que cuenta la historia de un gigante tan voraz que, a partir de allí, comenzó a hablarse de banquetes “pantagruélicos”. Este escritor francés consideraba que “la falta de dinero es un dolor sin par”.

Muy por el contrario, la historia da a manos llenas ejemplos de seres que adoptaron una conducta diametralmente opuesta a estos dos ejemplos primeros. John Pierpont Morgan nació el 17 de abril de 1837, estudió matemática en Ginebra y en la universidad de Gatinga, era capaz de resolver complicadas ecuaciones sin recurrir a anotaciones y extraía raíces cuadradas de memoria. Se hizo empresario y amasó una célebre fortuna. Medía casi dos metros y pesaba más de 90 kilos. Durante la guerra de Secesión se negó a participar; cuando fue reclutado a la fuerza, pagó a un sustituto para que asumiese su identidad. No era por una cuestión principista que no quiso participar de la contienda bélica, tenía otros planes en mente: un gran negocio. Compraba armas viejas y las revendía al ejército a siete veces su valor. Con esa millonaria operación fundó la casa J. P. Morgan & Co., famosa por vender a los ingleses el ferrocarril de Nueva York, con la condición de hacerse nombrar director. Prestaba dinero al gobierno norteamericano y creó la U. S. Steel, que fue la primera empresa con un capital superior a los mil millones de dólares. Hábil inversionista, descubrió que la clave para aumentar su fortuna era diversificar los negocios, por eso se decidió a dominar el mercado de la telefonía y se hizo dueño de la American Telephone and Telegraph y la General Electric.

Enrique Santos Discépolo escribió en Quevachaché: “El verdadero amor se ahogó en la sopa, la panza es reina y el dinero es Dios”. Y a ese Dios rindieron culto muchos gobernantes, entre ellos, el presidente filipino Ferdinando Marcos, quien en los años de su mandato adquirió una mansión en Manhattan de seis pisos. Los baños tenían instalaciones de oro. Cada piso tenía su propia cocina. Había tres pianos de cola, un clavicordio y varios retratos de cuerpo entero de Marcos y su esposa. Como le gustaba bailar, hizo construir en su casa una discoteca, con espejos en todas las paredes, y almohadones que lucían el lema del matrimonio: “Ser rico ya no es más un pecado, es un milagro”.

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