Marilyn Monroe, la Venus fabricada por Hollywood
Fue uno de los mayores símbolos sexuales de la historia del cine, pero detrás de su imagen infinitamente seductora se escondía una vida marcada por la desolación.
Cada libro de esta antropóloga y poeta era convertido en best seller por los jóvenes de los años 60 y 70, dejando para las siguientes generaciones una lección de compromiso y rebeldía.
02/09/2021 - 00:00hs
En los años 60 y 70, su nombre escandalizaba a la “gente seria”. Margaret Mead había nacido en 1901, pero siempre estaba entre los jóvenes, incentivándoles la rebeldía. Firmaba petitorios contra la guerra de Vietnam, la segregación racial, la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, la legalización de la marihuana y la despenalización del aborto. Muchos hombres de ciencia solían incomodarse, porque no podían menoscabar sus aportes científicos como antropóloga, pero buscaban desmarcarse de todas las maneras posibles de esa outsider que tanto irritaba al establishment.
“Todos, para ser completos, al mismo tiempo que nos convertimos en abuelos, necesitamos transformarnos en nietos”, decía Margaret Mead, quien agitaba el recuerdo de la influencia más decisiva de su vida: su abuela paterna, quien ya en su niñez le había enseñado que “en los juegos, y también más adelante, nunca debía permitir que los varones se consideraran más fuertes e inteligentes que las chicas”. Este estímulo recibido en su infancia se tradujo, con los años, en una vida personal consecuente –se casó tres veces y nunca abandonó su apellido de soltera– y una muy sólida labor científica que consideraba que el objeto central de estudio de la Antropología es “la humanidad tal como fue, como es y como debe ser, si el hombre sobrevive”.
La antropóloga norteamericana consideraba que a lo largo de todas las épocas pueden detectarse tres tipos de cultura con respecto a la relación entre las distintas generaciones: el tipo posfigurativo, en el que los niños aprenden de los adultos; el configurativo, en el que se aprende de los que son de la misma edad; y el modelo cultural prefigurativo, en el que los mayores también aprenden de los niños. La rebelión juvenil que eclosionó a nivel mundial luego de la segunda mitad del siglo XX era vista por Margaret Mead como el umbral de una nueva cultura prefigurativa que, según su mirada, alcanzaba su cima en China: “Quizá la respuesta más extraordinaria haya sido la de Mao, quien intenta volver a los jóvenes descontentos contra sus padres, para así conservar el ímpetu de la revolución realizada por la generación de los abuelos. Si los maoístas triunfan en su experimento, realizarán la aplicación más sensacional que se conoce de las técnicas de la configuración generacional con el fin de provocar un nuevo tipo de cultura”.
Viajó a distintas partes del mundo para estudiar, en persona, a pueblos primitivos, pero lo hacía como un químico que entra a su laboratorio no para experimentar, sino para observar minuciosamente. Con esa consigna, en 1925 zarpó rumbo a Oceanía. En la isla de Samoa vivió durante un año para estudiar las costumbres de los adolescentes en la comunidad nativa. Caminaba descalza, comía en cuclillas, vestía las clásicas faldas que el turismo aún no había convertido en artículo de exportación, habitó una cabaña de techo puntiagudo en medio de la manigua y, según las viejas costumbres de respeto entre los isleños, se inclinó ante los matais (jefes de familia que integran el fono o asamblea de jefes) y las taupos (princesas ceremoniales de una aldea), además de participar de las ceremonias que se celebraban en esa costa de arrecifes coralinos.
En compañía de su primer marido, Reo Fortune, trabajó sobre el pueblo Manus de las Islas del Almirantazgo, en 1928. Tres años después permaneció siete meses entre los Arapesh de la montaña, pueblo que habita en el noroeste de Nueva Guinea. Más tarde, convivió con comunidades en Bali y del este de Java. Sin embargo, sostuvo que fue en Samoa donde hizo su experiencia antropológica más profunda, encontrando allí algunas claves de la crisis de la adolescencia en la sociedad contemporánea. Advirtió que en esa isla, al estar esa etapa de crecimiento enlazada a la vida integral de la comunidad, se la despoja de la aureola crítica y hasta trágica con que la distingue la sociedad llamada civilizada.
Declinar el orgullo occidental
Mead descubrió que, en la organización familiar de Samoa, los niños cuidan a quienes son menores que ellos. La amplitud de ese ámbito, que incluye tíos y primos, cercanos y lejanos, y el nacimiento de nuevas criaturas, aseguran un relevo en esta tarea al promediar la preadolescencia. En ese momento se produce el tránsito hacia nuevas formas de responsabilidad: aprender a recoger el taro (tubérculo similar a la mandioca) y a prepararlo, junto con el palusami (budín de coco rallado).
Los varones también son instruidos en el arte culinario, pero al mismo tiempo se inician en la técnica de la pesca. Ambos sexos cultivan la tierra y las niñas se especializarán en el tejido: pelotas, cestos, persianas y faldas de paja.
Margaret Mead invirtió la antropología del siglo XIX: en vez de trasladar los valores del mundo desarrollado a las sociedades primitivas, declinó todo orgullo occidental y bebió en las fuentes donde encontró, indudablemente, aguas más puras y cristalinas.