¿Quién era el Gauchito Gil?

Es una de las figuras más vigentes en la devoción popular de nuestro pueblo. El gaucho que inspiró el culto no está dentro de la liturgia religiosa pero sí en la fe popular.

Lo llaman Gauchito, pero nació bajo el nombre de Antonio Gil Nuñez en la ciudad de Pay Ubre, provincia de Corrientes. Este gaucho, según las versiones que se cuentan, tenía un poder que las leyendas suelen singularizar con sus miradas. El hecho de que su historia continúe siendo objeto de relato significa que no ha sido olvidada y que sus ideales se mantienen presentes. Lo cierto es que vivió como si ya hubiera vivido y estuviera muerto. Así, al menos, lo reconoció su propio verdugo.

A mediados del siglo XIX, Gil trabajaba como peón rural y había comenzado una relación apasionada con Estrella Díaz de Miraflores. No obstante, el jefe de policial local y los hermanos de la joven, quien era una viuda adinerada de su ciudad natal, intentaron alejarla de él. Expuesto seriamente al peligro, el gauchito todas las mañanas atravesaba el umbral de su casa, una parcela en la que no existía beatitud ni calma, pero que rezumaba desesperación, soledad y belleza.

Las imprudencias de la pasión lo forzaron a huir y alistarse como soldado en la Guerra de la Triple Alianza(1864-1870) que Argentina, Brasil y Uruguay declararon al Paraguay. Cuando regresó, aquella experiencia había dejado una marca imborrable. Poco tiempo después, fue llamado a luchar junto al Partido Autonomista de Corrientes, pero el Gauchito fue categórico: no lucharía una guerra más en su vida. Perseguido por los militares, finalmente fue capturado y degollado en enero de 1878. Desde ese día, comenzaron a suceder los milagros.

El primero ocurrió a pocas horas de su muerte. Antes de que lo mataran, el gauchito Gil había dicho unas palabras que luego cobrarían un sentido inequívoco: “Con sangre de un inocente se cura a otro inocente”. Su verdugo escuchó esa frase que parecía nacer de un delirio, pero estaba dicha con tanta autoridad que no pudo olvidárselas. Tres horas después, volvió a recordarlas cuando llegó a su casa. Lo hizo ante el cuerpo de su hijo moribundo. Entonces no dudó en volver al lugar del crimen y buscar entre los pastos un poco de aquella sangre que aún no se había secado. Solo bastó que le hiciera una cruz en la frente para que su hijo comenzara a perder la fiebre y luego se recuperara definitivamente.

Muchos creían que no era un santo sino un gauchito mujeriego, travieso y “amigo de lo ajeno”. En otras palabras, un hombre que llevaba dentro de sí timidez y pánico, una bomba de explosión retardada que comenzaba a liberar sus primeras partículas.

Ahí fue cuando sucedió el segundo milagro, a un mes de su muerte. El verdugo y el resto de la partida enterraron el cuerpo a pocos metros del espinillo donde lo colgaron para matarlo y pusieron una cruz de algarrobo. “Si es un santo tiene que darnos otra prueba de fe”, decían los incrédulos pobladores. El hombre agraciado esta vez se llamaba Apolinario Nuñez. Fue él mismo, al igual que el verdugo del gauchito, quien se ocupó de contar el prodigio en cuanta pulpería y almacén hubiera en la zona. Un día, Nuñez tenía que sacar su cosecha de zapallos y sandías hasta el poblado, pero su yunta de bueyes había desaparecido. Esa yunta era todo lo que tenía. Los zapallos y las sandías no podían esperar más. Cansado de buscarlos, su desesperación lo hizo allegarse a la tumba del gauchito y le hizo una promesa a cambio de sus bueyes. Ahí mismo, con el lomo vencido por el cansancio, Nuñez se quedó dormido. Y cuando despertó, la yunta estaba allí, como si hubiera escuchado su llamado desde lo más profundo de sus sueños.

Lo cierto es que el Gauchito Gil, perpetuado por la tradición oral, devino una de las figuras más emblemáticas y populares del país. Cada 8 de enero, miles de visitantes acuden a pedirle favores; las ofrendas se colocan al pie de sus estatuas, mientras vendedores ambulantes se cuelgan al hombro camisetas y banderas hechas con su imagen y cientos de velas se encienden a la espera de un nuevo milagro.

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