cultura
Un escritor francés que colaboró con el nazismo
Louis Ferdinand Céline es considerado uno de los mayores escritores franceses del siglo XX, aunque sus simpatías nazis oscurecieron su gigantesca figura.
Viaje al fin de la noche, es el título de la novela que Louis Ferdinand Auguste Destouche, un médico de barrio parisino envió a las editoriales con el nombre de Céline. Después de atender el consultorio y de cenar, se dedicaba a rehacer esa obra con la que imaginaba iba a ganar la grande en la gran lotería literaria. Y no se equivocó.
Esta obra desquiciada sigue el itinerario vital de Ferdinand Bardamu –alter ego de Céline–, en los años de la Primera Guerra Mundial, por Africa, los Estados Unidos y los suburbios pobres de París, en donde trabaja de médico. Céline reescribió una docena de veces esta novela en la que rompe el espinazo de la sintaxis francesa. Cuando en la misma mañana envió el libro a varias editoriales, olvidó poner su nombre y dirección. Uno de los editores comprendió de inmediato la grandeza literaria de la obra y se desesperó por encontrar al autor. Pudo hallarlo gracias a la cuenta de una lavandería que estaba entre las hojas del manuscrito.
La novela ganó el muy prestigioso Premio Renaudot en 1932, y su autor parecía estar destinado a la gloria. Pero ocurrió algo: el nazismo. Louis Ferdinand Céline fue un entusiasta colaborador de la Gestapo. Entre 1937 y 1941 escribió tres panfletos antisemitas, uno de ellos Bagatelles pour un massacre, fue insólitamente publicado por Sur, la editorial dirigida por Victoria Ocampo. Esos textos injuriosos le valieron la simpatía de Otto Abetz, embajador de Alemania en Francia y de los principales jerarcas del Reich. Al defenderse de la acusación de nazismo, Céline adujo: “¿Yo antisemita? Abetz me ofreció encargarme del problema judío en Francia y no acepté. Si hubiera dicho que sí, a esta hora no quedaría un solo judío vivo en Francia”.
Céline creía fervientemente que el lenguaje literario de su época estaba seco y él se creía con el talento y la fuerza necesaria para darle emoción. No pocos escritores lo visitaron pidiéndole que intercediera por un salvoconducto para irse del país. Jean Paul Sartre recurrió a él para que que lo ayudara a obtener el permiso de representar Las moscas, Céline se negó diciéndole que no tenía ninguna influencia con los nazis.
Cuando la victoria aliada ya era inevitable, abandonó Francia, consiguió asilo en casa de un admirador, en Copenhague. Pero impuso una condición: viviría en la casilla del perro. Detestaba Dinamarca: “Es el país más triste del mundo, habitado por cerdos hipócritas”. Fue en ese país donde se lo arrestó bajo la acusación de colaborar con el régimen de Vichy, y permaneció en prisión por dos años. En vano trataba de limpiarse de su pasado para retomar su camino de escritor: “Nunca he sido colaboracionista ni antisemita, todo lo más un patriota folclórico”.
En la cárcel, se sentía un muerto viviente. Sus libros habían dejado de reeditarse, no se lo nombraba en el ambiente literario y, cuando se lo mencionaba, era para defenestrarlo. Los franceses querían extraditarlo para aplicarle la pena de muerte.
Su editor, Robert Denoël, fue asesinado en París acusado de colaboracionista. La noticia hundió a Céline en el desánimo: “Tengo la sensación de que he dejado en Francia a un doble al que despellejan a placer (...). Nadie me ha escrito (...) la verdad, en mi caso, es el frío y el abandono, y el olvido, ni siquiera el olvido”.
Fue juzgado en ausencia en París, en 1950, y declarado desgracia nacional. Pasado un tiempo, ya nadie lo nombraba. Terminó siendo indultado, en secreto, bajo su verdadero nombre: Destouches. Algunos años después, Lucette, su viuda, publicó Céline secreto, un libro en el que cuenta los años de la guerra y la posguerra, el exilio y la cárcel; desde que ella lo conoció, cuando era bailarina , tenía 23 años –once años menos que él– y se enamoró de ese hombre desesperado “increíblemente guapo de ojos azules” hasta que ese “semidiós” se hundió en una ignominia de la que nadie pudo salvarlo. Solo una novela, que guarda lo mejor que él supo hacer en su vida y que sigue siendo una de las grandes obras contemporáneas. A su muerte, llegó la consagración, pero él ya lo había vaticinado en Viaje al fin de la noche: “Se lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, empapados de sudor; se los advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amarlos es porque van a convertirlos en carne de cañón”.