cultura

Una voz que se extraña mucho

Alfredo Zitarrosa fue uno de los cantores más amados del Río de la Plata. Poeta meduloso y cantor que acuñó un estilo inimitable.

Nació en Montevideo el 10 de marzo de 1936, hijo de Jesusa Blanca Nieve Iribarne, que tenía al momento del parto 19 años, y dio a criar a su hijo al matrimonio formado por Carlos Durán y Doraisella Carbajal. Resuelta su situación matrimonial con el argentino Alfredo Nicolás Zitarrosa, la madre biológica volvió a reclamar a su hijo para sí.

Su juventud estuvo signada por la bohemia, y un permanente oscilar entre la casa de sus padres adoptivos, pensiones y la casa de su madre biológica, en el barrio Sur, frente al cementerio central. Buscó siempre su autonomía económica para curarse en salud de cualquier reprimenda por su carácter andariego. Ya a los 19 años había recorrido varios oficios: vendedor de muebles, actor, cadete de oficina, imprentero. Se atrevió a todas las faenas rurales, se hizo experto jinete, y aprendió a bailar todas las danzas folklóricas. Luego llegaría la locución y el periodismo. Hasta que, en 1965, editó en el sello Tonal su primer disco, El canto de Zitarrosa.

Fue un artista con un profundo compromiso con sus ideas. En su casa, funcionaba un comité de base del Frente Amplio. Apoyó irrestrictamente al gobierno de Salvador Allende, y junto a los integrantes de Quilapayún y los platenses Quinteto Tiempo, fue invitado al que sería el último de los cumpleaños del líder popular chileno. Cuando el Frente Amplio fue derrotado en Uruguay en 1971, sus canciones comenzaron a ser prohibidos, y con la dictadura instaurada el 27 de junio de 1973, la persecución fue encarnizada y se vio obligado a marcharse a Argentina. El 24 de marzo de 1976, la suerte volvió a estar echada para él. Esta vez, se marchó a España. Era un hombre poseído por la tristeza, inmovilizado por el desánimo. Solo atinaba a fumar y tomar whisky. En Guitarra negra, de 1977, muestra al desnudo sus padeceres de exiliado, las tristezas en carne viva de quien anda lejos de su tierra. Fueron los años más ominosos de su vida.

En 1979, con dos hijas, decidió mudarse a México. De a poco fueron volviendo a su ánimo algunos signos vitales: escribía columnas en un diario, tenía un programa de radio y, sobre todo, volvió a pisar los escenarios. “Trabajo de cantor popular exiliado”, solía decir por esos días, como quien intenta sonreír desde el piso. Alejandro del Prado –quien aún no había compuesto Los locos de Buenos Aires– estaba por entonces en México y acompañó como guitarrista a Zitarrosa. Así lo recuerda: “La primera cita con él fue en un estudio de México. Zitarrosa estaba en penumbras, vestido de marrón, y su veredicto fue seco: No tengo laburo, ¿eh? Pero al tiempo me llamó mi amigo y me dijo que Alfredo había escuchado una milonga mía... Así que entré al grupo como acompañante de guitarra. La primera presentación fue en el Teatro de la Ciudad (Distrito Federal) y me dieron el guitarrón. Yo no tenía, y él me dijo: El albañil necesita sus herramientas, el carpintero también, y el músico necesita su guitarrón. Era una cargada (risas). Me dio uno él y me dijo que lo tenía que pagar, pero era otra mentira. Así empezó una larga gira. Yo tenía 26 años y, en ese momento, Alfredo había dejado de tomar porque venía muy mal de España, donde había llegado a tomar tres botellas de whisky por día. Cuando lo conocí, tenía un problema grande con las jaquecas. Sufría mucho. Era un tipo muy especial, emotivo, que a veces no podía tocar por sus dolores”.

En julio de 1983 inició lo que Mario Benedetti llamó “el desexilio”. Hace tres Obras Sanitarias, ante un público eufórico de reencontrase con ese Gardelito de traje, gomina y expresión grave. Un año después ocurriría lo que él calificó de “ la experiencia más importante de mi vida”. El 31 de marzo de 1984, a las dos de la tarde, baja del avión en el aeropuerto de Carrasco. Una multitud enfervorizada lo estaba esperando. Era el regreso después de una impiadosa ausencia de ocho años.

El 17 de enero de 1989 una noticia corrió como un escalofrío por el espinazo de cientos de miles de personas. Uno de los cantores más queridos del Río de la Plata había gastado hasta el último aliento de su vida: “ Por morir, por vivir / porque la muerte es más fuerte que yo / canté y viví en cada copla sangrada querida cantada / nacida y me fui.”

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