El mal del imperio, ahora entre nosotros

Como muchas otras cosas, la irrupción de los discursos y las acciones de odio en nuestro país puede rastrearse hacia arriba. Más precisamente, hacia el Norte, a los Estados Unidos, cuya influencia cultural no se limita a la música y el cine. Un país con una historia de magnicidios y marchas nazis que empezamos a ver reflejada en nuestras propias calles.

Allá por 2009, el comediante Diego Capusotto creó un micro radial llamado “¿Hasta cuándo?”, en el cual encarnaba a Arnaldo Pérez Manija, un conductor de noticiero matutino de radio que, con la excusa de brindar los datos básicos de servicio típicos de este segmento (estado del tránsito, pronóstico meteorológico, resumen de noticias económicas), destilaba venenos y prejuicios a mansalva.

La parte más graciosa del micro era, quizás, la de los llamados de los (ficticios) oyentes. Lo más recordado de aquel micro es la señora que llamaba para pedir la renuncia de varios funcionarios, algunos de ellos ya fuera del Estado hacía tiempo, otros directamente extranjeros: “Señor montonero De la Rúa, renuncie”, “Señor montonero negro Obama, renuncie, váyase”. Otro de los oyentes interpretados por Capusotto era un hombre aparentemente de edad madura y tono mesurado que decía cosas como: “En un país en serio no pasarían las cosas que pasan acá, porque en Estados Unidos, cuando no están de acuerdo con un presidente, van y lo asesinan, como a Kennedy, que era judío de Irlanda”.

Lo que en aquel momento nos hacía reír a carcajadas hoy nos provoca un escalofrío. Ya no vivimos en aquel país. Vivimos en un país en el que alguien intentó asesinar a la vicepresidenta de la Nación. Volver a escuchar ese micro es comprobar cuánto de lo que nos ocurre hoy ya estaba ocurriendo entonces, ya estaba germinando en la Argentina de 2009.

Del Norte al Sur

La referencia a los Estados Unidos no es casual. Sin ignorar la historia de violencia política que tiene nuestro país, es cierto que el imperio del Norte ha tenido sus escarceos con el magnicidio. No menos de dos presidentes estadounidenses, Abraham Lincoln y John Kennedy, fueron asesinados en ese “país en serio”, y Richard Nixon casi se convierte en el tercero. Y aunque podría parecer que esos hechos y el intento de matar a Cristina no están relacionados, el modo en que la Argentina tiende a adoptar las modas y retóricas norteamericanas da mucho que pensar.

En los últimos años han aparecido en nuestro país exponentes de una filosofía que es directamente importada de los Estados Unidos. Se hacen llamar “libertarios”, pero no se relacionan con las ideas libertarias de, por caso, José de San Martín o los anarquistas de principios del siglo XX. Leen (cuando leen) a Ayn Rand, una filósofa que gozó de la asistencia del Estado cuando cayó en la pobreza y que después elaboró una visión del mundo basada en el individualismo y la repugnancia hacia todo lo estatal. Se definía como una defensora, primero, de la razón, y en segundo lugar, del egoísmo.

Ese pensamiento prendió fuerte y rápido. Refiriéndose a estos “libertarios”, el intelectual inglés Christopher Hitchens dijo alguna vez: “Siempre me ha parecido pintoresco y bastante conmovedor que haya un movimiento en los Estados Unidos que cree que los estadounidenses todavía no son lo suficientemente egoístas”.

La enfermedad

Pintoresca o no, esta ideología es lo que motorizó la victoria de Donald Trump en 2016. Y por entonces ya estaba claro que había algo más que “libertarianismo” en esta nueva derecha o derecha alternativa (alt-right) que había aparecido en escena. Porque en el desastre que fue la presidencia de Trump se volvieron comunes las marchas de nazis en las calles. Hablamos de nazis literales, con esvásticas y logos de las SS tatuados en el cuerpo.

Era la expresión de un odio que se creía olvidado, pero que nunca había desaparecido del todo, y que ahora había surgido como una enfermedad. Hacían erupción cosas que hasta entonces se habían mantenido más o menos ocultas: el racismo, el antisemitismo, el machismo. Los Estados Unidos estaban enfermos de odio.

Todos estos fenómenos los fuimos importando en estricto orden. A la emancipación de las minorías, especialmente las mujeres y las disidencias, con el surgimiento del “lenguaje inclusivo”, que tradujo al castellano cuestiones que en el país del Norte se presentaban respecto de los pronombres, se le opuso una respuesta airada y virulenta de la “nueva derecha” que es calcada de aquella que surgió en “Yanquilandia”.

La traducción es transparente: Agustín Laje quiere ser Jordan Peterson, Eduardo Feinmann quiere ser Joe Rogan, Javier Milei quiere ser Trump. Y entre el grupo Revolución Federal, con sus guillotinas, sus antorchas y sus consignas de muerte, y los nazis que marchaban por las calles norteamericanas no parece haber mucha diferencia.

Es así como llegamos a una Argentina en la que hay gente que realmente piensa que en un país en serio, cuando no se está de acuerdo con un presidente, se lo asesina. O, en este caso, a una vicepresidenta, percibida por muchos como la máxima líder de un movimiento político.

El mal del odio, que campeaba a sus anchas por las tierras norteñas, ha enfermado a la Argentina. Fernando Sabag Montiel, el hombre que llevó el arma y quiso matarla, no es más que un síntoma de esa afección cuya cura es incierta y complicada. Ojalá el diálogo sea la herramienta que nos permita superar este desafío.

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