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Adolfo Bioy Casares y la felicidad de inventar historias

Fue uno de los grandes de la literatura argentina, hizo dupla con Jorge Luis Borges, se casó con una gran escritora y tuvo una vida plena de pasiones ocultas y anécdotas curiosas.

Para Adolfo Bioy Casares escribir fue siempre un esfuerzo considerable, sin embargo, se consideraba afortunado. “Este trabajo siempre me resultó en algún punto gozoso”, decía. Para él escribir era agregar un cuarto a la casa de la vida. Sin embargo, sus padres querían que fuera abogado; temían que escribir fuera una estratagema para pasarse la vida haraganeando, pero luego se convencieron de que su hijo verdaderamente había descubierto su vocación. Nadie suponía que la sonrisa mansa y un poco perpleja de ese niño que contemplaba su biblioteca familiar, que le sirvió para acercarse a los clásicos de la literatura universal e incursionar en sus lenguas originales, encerraba las claves secretas de su vida.

A caballo entre el campo y la ciudad, tuvo una infancia inolvidablemente feliz. Su padre había sido quien lo inició en la poesía: solía leerle largos poemas argentinos mientras llenaba la bañadera. Su madre, por su parte, acostumbraba decirle que no se creyera el centro del mundo. Bioy resumía así la relación de niño con sus padres: “Si yo no estaba con ellos no era feliz”. Pronto en su vida sus predilecciones pasaron de los juguetes a las mujeres. Ese cambio se produjo cuando una vez lo llevaron al café “El porteño” y se enamoró de Haydeé Bozán. A los diez años vivía en una casona de la avenida Quintana, en el barrio de Recoleta. Una tarde asistió a un salón de Buenos Aires, cuando comenzaba el Teatro de Revista. Era una salida a escondidas, ya que sus padres podrían desaprobarlo. Ese día se enamoró por primera vez: “Sin dudarlo, una noche le robé el auto a mi madre y la fui a buscar. Creí que todo había salido bien, después de dejarla en su casa pero algo me decía que ella me esquivaba. Tenía diez años, yo. Me la encontré muchos años después y fingí ser más viejo que ella.”

Empezó a escribir en una revista deportiva y humorística: el peor de los tres redactores era él. Más adelante, dijo que lo suyo como periodista era tan olvidable como algunos de sus primeros libros. Luego vendrían sus estudios de Derecho y de Filosofía y Letras, que continuaron hasta que se dio cuenta de que su única pasión era la escritura, que no sería abogado ni juez y que la carrera de Letras lo alejaba más de la literatura que el Derecho. Por entonces, se fue a administrar un campo, hasta que se convenció de que también en esto era un fracaso, tras comprar una importante cantidad de vacas que jamás dio cría.

A raíz de su amistad con Jorge Luis Borges, a quien conoció en 1932, se convenció de que la eternidad es una de las raras virtudes de la literatura. Aunque parezca inverosímil, comenzaron a escribir juntos cuando les pidieron hacer el folleto de un yogurt de una importante empresa lechera de propiedad de los Bioy. Ya se habían presentado en la casa de Victoria Ocampo (directora de la revista Sur): “Nos divertíamos muchísimo juntos. Pretendíamos escribir buenos policiales y siempre terminábamos yéndonos por las ramas. Nos reíamos tanto que siempre terminábamos preguntándonos qué hacer para darle verosimilitud a los personajes. Nos proponíamos dejar de bromear y ser sensatos, pero durábamos poco. Entonces, Borges decía bueno, acabemos con esto y pongámonos a escribir. Así dábamos fin a un esfuerzo desde todo punto de vista vano”.

Probablemente su obra más recordada sea La invención de Morel, publicada en 1940 e inspirada en La isla del doctor Moreau de H.G. Wells. Bioy tenía 27 años. A propósito de esta novela, Ernesto Sábato afirmó: “El libro está maravillosamente escrito, hasta cuando está mal escrito (mal escrito por coquetería, por cierto desgaire aristocrático de gente que sabe de sobra lo que hace; como cuando Picasso dibuja mal o cuando Pasteur bebe el agua de donde acaba de lavar las uvas). Las reglas están hechas para los pobres diablos”.

En La Plata

En 1985 se publicó La aventura de un fotógrafo en La Plata, novela de Adolfo Bioy Casares. En el único texto de Bioy ambientado en nuestra ciudad, se alude al tema de los

desaparecidos. “No creo que uno pueda soñar una pesadilla tan terrible y no seguir escribiéndola al despertar”, dijo el escritor, que durante los años de la Dictadura guardó silencio, pero con la recuperación de la democracia revisó críticamente su actuación.

La muerte empezó a rondar a Bioy Casares en 1993. El 15 de diciembre murió su esposa, que llevaba diez años enferma, y tres semanas después falleció en un accidente de tránsito su única hija, Marta Bioy. Adolfo Bioy Casares comenzó a pensar en lo que vendría. Llamaba “bombas de tiempo” a los testamentos. Primero aconteció un juicio larguísimo por la herencia de su abuela. Luego, otro penoso con decenas de abogados a causa de la sucesión de su esposa Silvina Ocampo. Se sentía sobrepasado por tanta burocracia post mortem. Murió el 8 de marzo de 1999.

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