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Alberto Sordi, el italiano que encarnó la comedia

Hizo cerca de doscientas películas y fue dirigido por la mayoría de los grandes realizadores italianos. Pese a su aspecto melancólico, fue un símbolo de la mejor comicidad.

Cuando murió a los 82 años, Italia entera estuvo de luto. Era un hombre adorado en su país porque había sabido encarnar como pocos al italiano medio. No bien se supo que estaba enfermo y recluido en su casa –atendido por su hermana Amelia–, cientos de fans se convocaron espontáneamente en una vigilia en las cercanías de su residencia en la Via Appia, llenando la vereda de flores rojas y amarillas.

Su celebridad vino de la mano de Los inútiles, la tercera película de Federico Fellini, en la que Alberto Sordi encarnó a Albertone, quien iba trepado a un camión

–con otros, tan vagos como él–, quienes, invariablemente, al pasar frente a un grupo de campesinos les gritaban: “Lavoratore di la gleba” y les hacían un corte de mangas. Hasta que un día, el motor se descompone a pocos metros del lugar, al alcance de la venganza de esos trabajadores burlados. El año anterior, ya había trabajado también con Fellini, en el papel de El jeque blanco, un personaje farsesco martirizado por su mujer. El gran director de cine italiano había descubierto pronto en Sordi esa íntima melancolía que apenas se disimulaba tras la máscara perfecta de la comedia.

Decía que no había sido descubierto por la prensa, sino por el público: “Y cuando a uno lo descubre el público, la prensa no tiene absolutamente nada que hacer. El público percibe de inmediato, la prensa viene después. En todo caso, la prensa fue benevolente conmigo. Fui un poco ignorado al principio, pero más que por la prensa, por todo el ambiente cinematográfico. No se dieron cuenta de mi presencia por varios años, esa es la única verdad”.

Alberto Sordi nació en Roma, el 15 de junio de 1920, en el Trastevere. Fue el último de los cuatro hijos del profesor de música Pietro Sordi y la maestra Maria Righetti. A los diez años, decidió formar parte de la Piccola Compagnia del Teatrino delle Marionette, y cantaba en el coro de la Capilla Sixtina. Seis años después se inscribió en la Accademia dei Filodrammatici di Milano, de donde sería expulsado por su indisimulable acento romano. En 1937, ganó el concurso de la Metro Goldwyn Mayer para convertirse en el encargado de doblar al italiano al inolvidable Oliver Hardy. Tal fue su compenetración con ese integrante del Gordo y el Flaco, que se presentaba de esta manera en radios y escenarios: “Y ahora, señoras y señores, en carne y hueso, la voz de Oliver Hardy”. También fue el encargado de hacer todos los doblajes de Robert Mitchum.

Desde que hizo su primera película, en 1937 –Escipión el africano–, hasta su última participación cinematográfica, de 1998, Encuentros prohibidos, los casi dos centenares de papeles que hizo fueron en películas de despareja calidad. Se le achacó que no supo cuidar su talento descomunal y que, con tal de trabajar, lo dilapidaba muchas veces en filmes de poca monta. Llegó a actuar en casi once películas por año. En lo que todos coincidían era en que Alberto Sordi era la expresión más genuina de la commedia all’italiana que afloró en los años 50. Para aceptar hacer un personaje, tenía que estar convencido, previamente, que se trataba de alguien que podía encontrarse cualquiera en la calle y cuya habla fuera identificada de inmediato.

Actuó en películas históricas como La gran guerra, El gran amante, Un italiano en América y Una vida difícil, que llegaron a tener un éxito arrollador en Argentina, y en las que la crítica de nuestro país vio una lección ejemplar de cómo se hace una sátira en cine. En Un burgués pequeño, pequeño, película dirigida por Mario Monicelli, Sordi puso al desnudo la conducta hipócrita y egoísta de los que son capaces, de los peores servilismos, con tal de mantener su status social. Fue un cómico tan amado que pudo darse el lujo de decir las verdades más brutales. Decía: “No se ríe con el santo y el héroe. Se ríe con el ladrón y el villano”.

El apogeo del cine italiano tiene una gran deuda con Alberto Sordi, y a esa ductilidad que tenía para pasar del papel de un atorrante a un maestro, pasando por soldado, viudo alegre, juez, mafioso, médico o seductor inveterado. Pero el mayor personaje fue él mismo, ese hombre de voz grave, gestos graciosos y corazón siempre a punto de quebrarse. El 24 de febrero de 2003, cuando se enteró de la muerte de Alberto Sordi, dijo Sofía Loren: “La muerte de Alberto es uno de los sucesos más tristes que me han sucedido en la vida”.

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