Se publicó en estos días su novela El desierto de la melancolía, un brillante relato policial que no le teme a la intervención de lo fantástico.
Un fiscal llega a un pueblo para investigar un crimen. En ese lugar el pasado no está quieto, sino entreverado con el presente, alterándolo todo. Alguien que busca develar un crimen y que termina descubriéndose a sí mismo, de eso trata El desierto de la melancolía, de Alfredo Benialgo, un platense que además de escritor es geólogo.
—Generalmente en el policial suele haber una exacerbación de lo racional; sin embargo, en El desierto de la melancolía habilitás la intervención de lo fantástico.
—Los especialistas tienden a poner fronteras entre policial, fantástico y ciencia ficción. Voy a recordar una sentencia de John Cheever respecto de los críticos y los intelectuales de la literatura: “Son como el humo que sale de las chimeneas de las fábricas: una consecuencia indeseable pero inevitable de la producción”. Dentro del campo de la ciencia ficción es fácil detectar la trama policíaca. Baste recordar la obra de Philip K. Dick y las innumerables adaptaciones al cine que se han hecho de ellas. Una de las más famosas es la extraordinaria Blade Runner, de Ridley Scott. Fuera de la ciencia ficción, los ejemplos son menores. El más notable, para mí, es el del escritor irlandés John Connolly, cuyas novelas policiales se fueron cargando cada vez más de tintes sobrenaturales.
—Hagamos hincapié en tu novela con respecto a lo fantástico.
—Lo que yo busqué en El desierto de la melancolía con la intervención de lo fantástico fue provocar un quiebre del realismo, algo que produzca una amplificación de la realidad. La realidad no desaparece, sino que se expande o extiende hacia otro lado. Esto me permite también amplificar la recepción de los lectores, dado que es posible interpretar los sucesos de la historia de distintas maneras. A pesar de estar trabajando un género realista como es el policial, dejó de interesarme escribir sobre el realismo y comenzó a interesarme escribir sobre la verdad. Yo creo que la verdad está compuesta de una infinidad de cuestiones que uno carga, como son el miedo, los remordimientos o las pérdidas; cosas que conviven en nuestro interior y condicionan nuestra existencia, nuestras reacciones, nuestros deseos.
—Hay en la novela una descripción muy verosímil de los personajes y costumbres de lo que llamamos campo. ¿Cómo adquiriste ese conocimiento?
—Son, en todo caso, característicos de un “campo personal”. Es decir, de un escenario geográfico y humano que yo imaginé. Es verdad que hay comportamientos que uno puede atribuir a “nuestro hombre de campo” (el mate, el asado de cordero, etc.), pero esto no deja de ser un imaginario más. Yo viajé mucho por la Patagonia por razones de trabajo y conocí a mucha gente que vivía en pueblos, ciudades y en el campo, desde un propietario chacarero u ovejero hasta puesteros que habitaban en la más completa soledad. Pero también tengo parientes en el interior de la provincia de Buenos Aires y pasé de chico muchos veranos con ellos, tanto en el campo como en el pueblo.
—Contanos detalles del trabajo de elaboración de esta novela.
—Yo comencé a escribir una novela policial realista, en la que un fiscal de instrucción iba a realizar la instrucción de un asesinato en un pueblo en el medio del desierto. Tenía un plan más o menos definido de lo que iba a ocurrir, de la resolución de ese crimen y del regreso del fiscal a la ciudad a continuar con su vida. Pero no pude continuar. Había algo que no me satisfacía. Anduve mucho tiempo dándole vueltas y vueltas hasta que se me ocurrió que el problema estaba en el comienzo de la novela. Para mí ese comienzo estaba mal, no era atrapante, no me convencía. Hasta que se me ocurrió que, para llegar al pueblo, el fiscal debía atravesar un río por un puente en muy mal estado que sacudía el vehículo, y tenía de frente un sol casi a ras del suelo que lo enceguecía. Luego pensé que una vez que cruzaba el río se encontraba con un camino que estaba trazado de manera especular al trazo que él tenía dibujado en los mapas. Es decir, estaba al revés. Ahí se me hizo la luz. Alves no iba a cualquier lugar: al cruzar ese río entraba en otro mundo. A partir de ese descubrimiento me liberé.