cultura

Atahualpa Yupanqui, el payador perseguido

Este paisano decidor dejó una obra que se mantiene viva y que marcó para siempre a la canción argentina, dándole profundidad y belleza.

Se llamaba Héctor Roberto Chavero, pero eligió como seudónimo el nombre del último inca reinante.

Decía que “nada resulta superior al destino del canto”, convencido de que ninguna fuerza abatirá los sueños de los que se nutren con su propia luz y se alimentan de su propia pasión, porque son capaces de enfrentar la adversidad, el mal físico, la pobreza del medio, el desconocimiento del mundo, la burla y la negación. Esos son los elegidos por la tierra, para cantar sus tristezas y sueños. Así se asumió a sí mismo este artista nacido en Pergamino el 31 de enero de 1908 y que murió en Francia 84 años después.

Era hijo de una vasca y de un criollo que por sus tareas en Ferrocarriles debió mudarse de domicilio varias veces con su familia. En esos pueblitos rurales donde pasó su infancia, Atahualpa conoció a muchos peones guitarreros que lo iniciaron en los misterios de la milonga y la encordada.

A los 9 años se trasladó a lo que llamó “el reino de las zambas más lindas de la tierra”: Tucumán. El suicidio de su padre, cuando él tenía apenas 13 años, lo forzó a colaborar con el mantenimiento de la familia. Fue hachero, arriero, oficial de escribanía, mandadero y corrector de pruebas en un periódico. Leía con avidez cuanto libro caía en sus manos. Se enamoró de los poetas del Siglo de Oro español, del Quijote, y de las reflexiones de Schopenhauer y Nietzsche. En la revista escolar publicó sus primeros sonetos con el seudónimo de Atahualpa Chavero.

Se casó con su prima a los 23 años –cuatro años después de que hiciera su primera grabación, Camino del indio– y tuvieron tres hijos. Pero su autoproclamado destino de cantor lo alejó definitivamente de su familia. A los 37 años se afilió al Partido Comunista, lo que le valió prohibiciones y la brusca interrupción de su producción discográfica. Siete años después abandonaría el partido: “Fue en 1952, entonces largué todo. Y es cuando mejor empecé a escribir canciones de eso que ahora llaman de protesta”.

En 1949 conoció en París a Édith Piaf, quien lo hizo abrir uno de sus shows en el teatro Olimpia: “Tuvo gestos maravillosos. Estaba en la cima de su fama y quería compartir conmigo un espectáculo. Conmigo, que era un negrito que se escondía detrás de su guitarra”. Otro de esos gestos maravilloso ocurrió al momento de arreglar cuentas, Edith le cedió su cachet a Atahualpa y la explicación fue: “Tú lo necesitas, yo no”.

León Gieco, que siempre se sintió uno de sus discípulos, contó: “Una vez fui a verlo tocar a La Cova de San Isidro. Cuando pasé al camarín a conocerlo entré con miedo, casi temblando. Y con mucho respeto. Él me dijo: ¿Y, qué tal, Gieco? ¿Me soportó? Enseguida respondí: ¡Por favor, maestro…! Por eso le pregunto –dijo–, porque los maestros suelen ser insoportables. Yo solo enseño si al mismo tiempo aprendo. Sus palabras me quedaron resonando en la cabeza y me dije: solo los grandes piensan así. Otra vez compartí una comida con él, en un restaurante del Automóvil Club. Me contó cuatro horas de historias. Hablaba claro y despacito, como si fuese un secreto: Fui amigo de Violeta Parra. Por un día casi conozco a Chaplin, eso sí que lo lamento… Nunca se borrará de mí ese almuerzo, y aún hoy me digo: solo a los grandes les pasan cosas como esas”.

Compuso 1.200 canciones, 11 libros y participó en 7 películas. No era una persona fácil, más bien “un indio bravo” a quien, a la manera de Borges, le gustaba jugar con el estilete de sus opiniones.

Era un andariego que recorría el mundo con su guitarra, pero siempre volvía al lugar que sentía más suyo, su rancho de Agua Escondida, en el Cerro Colorado, al norte de la provincia de Córdoba. Allí vivía con el gran amor de su vida, Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick, Nenette, la pianista que usaba el seudónimo de Pablo del Cerro y que compuso con Atahualpa 42 temas, entre otros Luna tucumana, El alazán e Indiecito dormido. Es allí, en Cerro Colorado, donde Atahualpa Yupanqui fue enterrado al pie de un roble.

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