cultura

Carlos Fuentes y los secretos de un gran escritor

Nació en Panamá, eligió ser mexicano, pero fue en nuestro país, donde vivió cuando era niño, que se enamoró para siempre de la literatura.

Bajo la sombra luminosa que cobija a la literatura hispanoamericana aparece la obra de un imprescindible escritor mexicano, Carlos Fuentes, quien de muy joven aprendió que los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Durante su juventud solía compartir muchos fines de semana en Cuernavaca con su querido amigo y maestro, don Alfonso Reyes. A veces llegaba tarde de alguna parranda –tenía aproximadamente 17 años– y a las cinco de la madrugada veía encendida la luz del estudio de Reyes y a don Alfonso inclinado sobre sus cuartillas como un mágico gnomo zapatero. En ese momento, Reyes calmó el asombro y el afán de emularlo que tenía aquel adolescente, citándole una frase de Goethe: “El escritor debe quitarle la crema al día”.

Hijo de un diplomático mexicano, Carlos Fuentes nació en Panamá el 11 de noviembre de 1928, y pasó una infancia repartida entre Montevideo, Río de Janeiro, Santiago de Chile y Buenos Aires. Fue en nuestro país, como confesó alguna vez, donde se hizo de adolescente un lector compulsivo, y empezó a escribir algunas de sus cosas. Su paso por la ciudad le dejó muchas huellas. Se volvió un seguidor impenitente del cine argentino, admirador irredento de Tita Merello y Hugo del Carril. Sus paseos favoritos eran por el Bajo, La Recova, los bares de San Telmo y los cafetines del puerto.

Fuentes alguna vez explicó durante una conferencia que brindó en Monterrey, ­titulada “La escritura: encuentro y memoria”: “El resultado siempre me desilusiona; tanto trabajo anoche para nada. Y, sin embargo, el resultado es bueno porque me lleva adelante para preparar lo del día siguiente, que va a ser distinto de lo que pensé la noche anterior. Y esta es la gloria de escribir, es una aventura maravillosa la de estar siempre al borde de lo inesperado, de la novedad dentro de lo que haces”.

Los primeros libros de Fuentes ya gozaban del atractivo de enlazar la literatura y la historia: un escritor que tocaba temas de la vida pública, cultural, sobre todos los vicios y el aprovechamiento del poder, con impaciencia crítica y con un rigor cáustico inusitado. No obstante, hubo dos grandes novelas que lo catapultaron como una de las figuras centrales del llamado boom de la novela latinoamericana y que reflejaron como nunca el compromiso social y estético como rasgo fundamental de su obra: La muerte de Artemio Cruz y Terra nostra.

En los años 60, los sueños, la vida y la literatura no formaban sino un todo ecuménico, y la fuerza de la historia no podía dejar a la vera de la corriente a los escritores que rompían con los moldes de las viejas maneras de escribir e imprecaban contra las vetustas estructuras de poder, con pasión e intransigencia. El escritor nicaragüense Sergio Ramírez afirmó, a propósito del autor mexicano: “Lo que recuerdo de aquella escritura era la prosa sin aliento, que podía llevarlo a uno por vericuetos de soledad y de misterio, y crear de inmediato una sensación de nostalgia por lo leído, como si al agotarse la brevedad de aquellas páginas se saliera de un mundo perdido cuya puerta se cerraba sin remedio, un mundo de una transparente densidad que me enseñaba también que la mejor clave para escribir buena prosa era la de la poesía, porque aquella era una prosa poética, dictada al oído con aliento secreto”.

En los reportajes, Fuentes solía afirmar que mientras tuviera proyectos, y los tenía a puñados, jamás sometería su vida a la melancolía de la muerte. Aunque en sus últimos años se escondió de casi todo –en Londres, en Nueva York–, nunca olvidaría la otra parte de su personalidad: México. Una patria que todos los días le llenó los vasos comunicantes de la creación, con ardor de tequila y enchiladas, y de la cual guardaría en las orejas los sonidos cotidianos, como el aplauso diario de su país, que no era otro que el de las manos de sus mujeres haciendo las tortillas y los fraternales abrazos de sus hombres dándose palmas en las espaldas. Murió el 15 de mayo de 2012, a los pocos días de dar una charla en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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