cultura

Carlos Gorriarena, el pintor que desenmascaró al poder

Sus cuadros eran grandes, su dimensión de artista también. La fuerza expresiva de este pintor argentino tuvo un merecido reconocimiento internacional.

La cualidad de la verdadera pintura requiere observadores susceptibles de ser conmovidos por algo más que la visión inmediata del cuadro. En el caso de Carlos Gorriarena, su obra exigió a sus espectadores avanzar más allá de ese primer impacto visual y recorrer un universo de formas y sentidos nunca complacientes. Conocedor de ese rasgo intranquilizador de su pintura, el artista argentino lo asumió como parte inescindible de las decisiones que, como creador, tomó, con plena libertad y conciencia de los costos que pudiesen generar en relación con el público.

Nacido en Buenos Aires en 1925, su estilo descolló por la fuerza expresiva de un realismo crítico, de actitud denunciante e impronta mordaz. Desde pequeño comprendió que la libertad era la característica fundamental de los grandes creadores. Y esa autonomía lo llevó a elegir el camino de la pintura, como deseaba su madre, y no el de los uniformes militares, como quería su padre. Su primera pintura fue La Fragata Sarmiento, y aunque algunos atribuyen que la hizo para calmar el desaire que le generó a su progenitor no seguir la carrera que lo aconsejaba, Gorriarena nunca volvería a pintar en términos amables al mundo castrense, cuyas crueldades y estigmas –desde Juan Carlos Onganía hasta Leopoldo Galtieri– encontraron en sus telas un espacio de pura denuncia.

“No soy un pintor de grandes rupturas –afirmaba Gorriarena–. De algún modo, el conjunto de lo que realicé se ha ido ordenando. Después del período abstracto, yo volví a la figuración, pero de una manera distinta a cómo la concebía antes. Empecé a utilizar un color atonal y a conjugar elementos abstractos con figurativos. Pero, a mí lo que me interesa es la interrelación del color. El color se retroalimenta y así van naciendo las diferentes partes del cuadro, cada una como consecuencia de la otra”. Con más de treinta exposiciones individuales, Gorriarena expuso en Brasil, México, Canadá, Francia y Madrid, donde residió durante 1971.

Formado en la Escuela Nacional de Bellas Artes bajo la tutela de Antonio Berni y Lucio Fontana, Gorriarena se interesó por la pintura que mostraba una sensibilidad social y así se alejó del establishment académico para proseguir sus estudios en un marco de mayor libertad con Demetrio Urruchúa, un pintor anarquista que le dejó lo más importante que puede transmitir un maestro: la actitud humana. “Entre sus obras me gustan las monocopias que hizo de la Guerra Civil Española –le comentó al periodista Alberto Catena–. Lo veo sobre todo como un gran muralista: si hubiera nacido en otro país, como México, habría trascendido mucho más”.

Carlos Gorriarena no fue precisamente un muralista, pero realizó, por ejemplo, para el edificio del Centro Cultural de la Cooperación una pintura, volcada sobre una pared, que puede considerarse dentro del concepto de mural. Esa obra se llama El amor y la furia y mide tres metros. Se trata de un hombre y una mujer que, según el propio autor, “no se sabe si están bailando, chapando o a punto de darse un hachazo”.

Asimismo, cuando le consultaron qué pensaba de la afirmación que lo consideraba el “Bacon argentino”, replicó: “Me parece que mi pintura poco tiene que ver con Francis Bacon. Se vincula con muchos otros pintores que es difícil citar puntualmente, pero no con él. Sé muy bien cuáles fueron los pintores que vi en la etapa de mi aggiornamiento, a principios de la década del sesenta en que con otros artistas sentimos que el material formal con que contábamos era insuficiente con una realidad cada vez más compleja”. Para Carlos Gorriarena el universo habla en el idioma de la pintura, viendo pasar una lancha por el Tigre, le dijo a un amigo: “Mirá ese blanco, apretás el pomo y sale así”.

Sagaz y puntilloso, Gorriarena alguna vez definió al arte como aquello que intenta hacernos ver esas zonas de nosotros mismos y de la realidad que no vemos. En ese sentido, nunca trató de inventar grandes llaves para abrir puertas que ya estaban abiertas y que solo necesitaban ser empujadas un poco para mostrar lo que esconden.

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