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Carlos Manuel Varsavsky, el hombre que escuchaba susurrar al universo

Fue uno de los mayores astrofísicos argentinos. El invento que le daría renombre mundial fue erigido en el Parque Pereyra Iraola, a fin de detectar la existencia de vida inteligente en otros planetas.

Parecía una inmensa araña patas para arriba. “Es la maqueta del primer radiotelescopio de Sudamérica”, anunció en el Aula Magna de la Facultad de Física de la Universidad de La Plata, en una clase magistral que dio en abril de 1965. Carlos Varsavsky había ideado una portentosa estructura de acero y aluminio, con una pantalla receptora de 30 metros de diámetro, montada sobre un eje que rota en la dirección de la Tierra, para que el ser humano pudiera escuchar las radiaciones sonoras que recorren el universo. Luego de una severa evaluación, Varsavsky llegó a la conclusión de que el mejor lugar donde establecer su invento era el Parque Pereyra Iraola.

La obra se realizó por encargo del Instituto Nacional de Radioastronomía (INRA), una entidad fundada en 1962 con el aval de las universidades de La Plata y de Buenos Aires, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y la Comisión de Investigaciones Científicas (CIC) de la provincia de Buenos Aires. El prestigio de Carlos Manuel Varsavsky era tal que, si el científico aceptaba presidir el INRA, la Fundación Carnegie, de Washington, aportaría el instrumental necesario para erigir en la Argentina un radiotelescopio tan gigantesco como el Jodrell Bank de Inglaterra; y, paralelamente, las instituciones que gestaron el INRA destinarían 30 millones de pesos para su montaje, en las diez hectáreas cedidas por el Poder Ejecutivo de la provincia, en el Parque Pereyra Iraola.

Varsavsky aceptó de inmediato, y se construyeron el radiotelescopio y tres edificios conexos. Una platense, Susana Luisa Guzmán, quien por entonces tenía 22 años y estaba a punto de obtener su título de profesora de Física, por en­cargo de Varsavsky iba todos los días en motocicleta, desde su casa en La Plata, para comprobar los progresos de la obra y tenerlo informado.

Todo el equipo era muy joven. Carlos Manuel Varsavsky tenía 32 años, con apariencia de deportista, un poco tímido, le gustaba cantar tangos, y había elegido la Astronomía porque “siempre me gustó trabajar al aire libre”. Había elegido ponerse al hombro este proyecto que hacía al desarrollo científico nacional, desechando un puesto muy bien remunerado en la Universidad de Colorado, en los Estados Unidos. En ese país, su nombre era conocido en el ámbito astronómico, había trabajado en el observatorio de Monte Wilson y fue en esa casa de altos estudios, precisamente, donde redactó su primer informe sobre las formaciones gaseosas que constituyen la corona solar y que le valió, casi de inmediato, una beca en Harvard.

En esta universidad, antes de doctorarse en Astronomía, Varsavsky se plantó temblando ante la plana mayor de los astrónomos norteamericanos y les anunció lo que había descubierto acerca de unos pedruscos diseminados sobre la corteza del planeta, frecuentemente en sitios cuyas formaciones sedimentarias no guardaban la menor afinidad: “Las tectitas son de origen extraterráqueo, provienen de la Luna”. Aprovechando su acceso a computadoras, Varsavsky demostró que los meteoritos que se estrellaran contra la Luna con ímpetu suficiente para producir desprendimientos podrían hacer que estos se remontasen a nivel de la órbita de atracción terrestre.

Su paso por el Parque Pereyra Iraola

Varsavsky viajó a Estados Unidos con solo 17 años, gracias a una beca adjudicada por el Instituto Cultural Argentino Norteamericano. Las cosas no habían sido fáciles, la beca era de poco dinero y debía ayudarse “pintando paredes, encerando pisos o parando palos en una cancha de bowling a razón de 75 centavos la hora”, hasta que por fin obtuvo un empleo de calculista en la misma facultad de Colorado.

De entonces a 1960 su vida cambió de ritmo: Londres, La Haya, Alemania, San Pablo y la Argentina de nuevo, contratado por la Universidad de Tucumán, en 1957. Sus trabajos se difundieron en todas las lenguas europeas y especialistas de todo el mundo comenzaron a estimar cada opinión suya. Pero el mayor de sus desafíos científicos tuvo como escenario el Parque Pereyra Iraola, porque desde allí, ese lugar tan cercano a La Plata, “el hemisferio sur ofrece un espectáculo completamente nuevo”.

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