cultura

Cuando la televisión crea la realidad

Hubo una época en que la tele no tenía competencia y modelaba como arcilla el imaginario de los televidentes, ahora internet y las redes sociales se sumaron a esa tarea.

El humorista y actor uruguayo Andrés Redondo fue uno de los creadores de Telecataplum en 1963, la pléyade de actores uruguayos que luego formaron Jaujarana Punch, Hupumorpo y Comicolor. En total, filmó dieciséis películas y como escritor publicó “El que ríe último”, en 1973 –por entonces, dijo: “Escribir un libro no es difícil; lo difícil es encontrar quien lo compre”. Llegó a vivir de las bromas que interpretaba en televisión, pero narró muy en serio los efectos de la televisión sobre las generaciones posteriores. Su hijo se formó frente a la pantalla, se aficionó a las transmisiones de fútbol y se volvió fanático de San Lorenzo. Un día su padre lo llevó a la cancha. Cuando San Lorenzo hizo un gol, la pelota fue devuelta al medio campo, para el pase reglamentario de reanudación. El muchacho protestó: “Pero, ¿cómo papá? ¿No lo repiten?”.

Ese interrogante en la familia Redondo alude con cierta solemnidad a los efectos formativos del medio, sean o no voluntarios. En su libro titulado “Cuatro buenas razones para eliminar la televisión”, el ensayista norteamericano Jerry Mander explora el fenómeno de realidad mediatizada, o sea dirigida a través de un medio expresivo que la resume, la reduce y la deforma. El resultado experimental- similar a lo que sucede actualmente con las redes sociales- son generaciones que sufren grandes limitaciones para conocer la naturaleza o saber que el reglamento de fútbol impide repetir los goles. La televisión convierte a la realidad en espectáculo y, como dice Eduardo Galeano: “En nuestros países, la televisión muestra lo que ella quiere que ocurra; y nada ocurre si la televisión no lo muestra”.

Aunque el cine, por ejemplo, comparta la autoría de los mismos pecados, la televisión originó ciertos daños propios. Uno mayúsculo fue el provocado por la publicidad, la cual, según Mander: “Existe para suministrar a la gente lo que la gente no necesita. Lo que sí necesita, sea lo que fuere, lo puede encontrar, si está disponible, sin ninguna publicidad”. En ese sentido, afirma: “Los publicitarios venden sus servicios, basándose en lo capacitados que están para crear necesidades donde antes no las había”.

Otro problema grave es su visión del mundo exterior. Aun si se dejan de lado sus ficciones, se advertirá que los noticieros televisivos son sólo una apresurada síntesis de lo que está ocurriendo. Son siempre irreales sus tiempos y a menudo lo son sus sitios. La importancia de la noticia queda condicionada por la obtención de imágenes y especialmente el morbo de la violencia, con lo cual puede ser imposible registrar las tensiones en Palestina; en cambio, será fácil dar relevancia a un incendio o un espectáculo deportivo.

A eso se agregan otros inconvenientes de la imagen. Una lucha callejera puede ser documentada por la imagen, pero en la televisión sólo servirá si el espectador diferencia nítidamente a los rivales. Un productor de la cadena CBS, citado por Mander, afirmó que sólo sirve aquello que se ajusta a cierto estereotipo visual: militares contra civiles, estudiantes negros contra estudiantes blancos, policías que castigan a pacifistas barbudos. Y si no se ajusta “se hace difícil distinguir a los buenos de los malos”. Un director televisivo procura, por lo tanto, agregar siempre una identificación visual, así sea con distintos colores para la ropa o los vehículos.

Succession, una de las series más populares de los últimos tiempos, se convirtió en el reflejo más palpable de la leyenda de Mander. Es un manual de cinismo doméstico en la que a lucha por el poder se traduce en la lucha por ser reconocido. La serie se centra en los Roy, una familia mediática plutocrática que está atravesada por dos realidades ineludibles: el padre morirá y ninguno de sus hijos optó por seguir sus pasos. Logan Roy, el patriarca, es un magnate de los medios de derecha que permite que tres de sus hijos compitan entre sí por un puesto; niega todo conocimiento de la conducta delictiva en su imperio e intenta, con éxito desigual, sumar activos mediáticos como botines de una guerra cuya única divisa es la codicia.

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