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Carlos Mugica, un cura que dedicó su vida a los pobres

Ejerció el sacerdocio con el pueblo y desde el pueblo, viviendo el compromiso cristiano a fondo y sintiendo en carne propia el dolor de los desposeídos.

Rubio, de ojos azules, Carlos Mugica solía vestir pulóveres de cuello alto y pantalones negros. Los libros trepaban por su departamento de un ambiente del barrio de Palermo. Cada vez que podía, iba a la cancha a ver a Racing. No parecía un sacerdote. Y menos cuando se lo escuchaba hablar. En el programa Tiempo nuevo, que conducía Bernardo Neustadt en canal 11, dijo, a principios de los 70: “El socialismo es el régimen que menos contraría la moral cristiana”. Estaba convencido de que “todo hombre que da su vida por los otros, sea un ateo, un marxista o lo que fuere, ese, verdaderamente, se une a Cristo”.

Nació el 7 de octubre de 1930 en el seno de una familia rica. Su padre, Adolfo Mugica, había sido ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Arturo Frondizi; su madre, Carmen Echagüe, una terrateniente bonaerense. Cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires, y luego de un fugaz paso por la Facultad de Derecho ingresó al seminario a los 21 años, en 1951. Entonces tenía una visión individualista del catolicismo, fiel al eslogan “Salva tu alma”. Luego descubrió que antes de hablarle de Dios a una persona que no tenía techo había que conseguirle un techo.

Cuando estaba en el seminario, iba a un conventillo de la calle Catamarca. Allí vivió algo muy especial, trascendental en su evolución. El día que cayó Perón, fue como siempre al conventillo y encontró escrita en la puerta esta frase: “Sin Perón no hay patria ni Dios. Abajo los curas”. Mientras tanto, en el Barrio Norte se habían lanzado a tocar todas las campanas y él mismo estaba contento con el derrocamiento del gobierno peronista: “Eso revela la alienación en que vivía, propia de mi condición social, de la visión distorsionada de la realidad que yo tenía entonces, y también la Iglesia en la que militaba”.

Era profesor de Teología en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Derecho de la Universidad del Salvador y capellán de la parroquia San Francisco Solano, en Villa Luro. Integró el comité organizador del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Enseñaba que “tener fe es amar al prójimo, y eso me moviliza a fondo, tanto como para dar la vida por mis hermanos, tanto como para brindarme íntegramente por ellos”. Su actividad evangélica la realizó, fundamentalmente, en la villa 31 de Retiro, donde fundó la parroquia Cristo Obrero.

Decía que no es lo mismo comulgar que tragar la hostia: “Algunos reciben la comunión y no se dan cuenta de lo que eso quiere decir. Exactamente: común unión. Y si yo voy a recibir la comunión y soy racista, o sectario, o un explotador que oprime a su hermano, me dice San Pablo: Ingiero el cuerpo del Señor indignamente; me trago y me bebo mi propia condenación”.

El 11 de mayo de 1974, minutos después de las 20, fue asesinado de 14 balazos cuando se disponía a subir a su auto Renault 4 azul estacionado en la puerta de la iglesia de San Francisco Solano de la calle Zelada 4771, en el barrio porteño de Villa Luro, donde acababa de celebrar misa. En la causa judicial que se instruyó para esclarecer el crimen, se identificó como autor material a Rodolfo Eduardo Almirón, integrante de la Triple A.

Unos días antes había escrito un artículo para el diario La Opinión en el que reafirmaba el liderazgo de Perón y hacía una apelación para que la juventud no se apartara del proceso justicialista: “Con la doctrina de la Iglesia hemos sostenido que la violencia aneja a la insurrección revolucionaria puede, en algunas circunstancias y bajo precisas condiciones, ser legítima. Hoy son precisamente las circunstancias las que han variado fundamentalmente: el pueblo se ha podido expresar libremente, se han dado sus legítimas autoridades, que van dando los pasos necesarios para la total institucionalización del país. La juventud está en una encrucijada: optar por la revolución nacional, que se nutre de nuestra esencia cristiana y popular, u optar por un socialismo dogmático”. Luego del crimen, los vecinos de la villa 31 decidieron ponerle a su asentamiento el nombre de Carlos Mugica.

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