Cultura

Charles Bukowski y una vida al límite

Su existencia fue una borrachera que duró 74 años, de la que salieron novelas, cuentos y poemas que aún hoy siguen deslumbrando.

Despiadado, voraz, tierno, escéptico, profundamente humano, nunca figuró –ni fue su intención– entre los best- sellers de la narrativa, probablemente porque su literatura nada tiene de complaciente y dice cosas duras que el común de los mortales prefiere olvidar. Sin embargo, cuando se habla de Charles Bu­kowski, inevitablemente se piensa en uno de los mejores y más fecundos autores contemporáneos.

Nació el 16 de agosto de 1920 en Andernach, Alemania; de niño se crió bajo la violencia de su padre, Heinrich, mientras su madre, Katharina, le repetía que, si su marido le pegaba, en cualquier caso tenía razón. Tres años más tarde, a raíz de la crisis económica que azotó al país durante el período de entreguerras, la familia Bukowski se mudó a Baltimore, Estados Unidos. No obstante, lo que se presentaba como una acogedora residencia de inmigrantes en la Longwood Avenue de Los Ángeles soterraba una casa de horrores, donde su padre le enseñó, según las palabras del escritor, “el significado del dolor sin sentido”.

Durante la adolescencia, su piel fue machacada por el acné vulgaris, que le provocó las cicatrices que conformaban su emblemática cara angulosa. En La senda del perdedor, publicada en 1982, revela que no quiso participar en el baile de su promoción porque las costras lo habían desfigurado y su aspecto le avergonzaba. Desde esa época ya trabajaba en varios oficios, desde lavaplatos hasta “trapito”, y aunque su intención era estudiar periodismo, nunca llegaría a graduarse y comenzaría a llevar una vida entregada al alcoholismo, como si un puñal hubiera clavado para siempre su destino.

“Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y los destinos rotos. También me gustan las mujeres viles, las perras borrachas, con las medias caídas y arrugadas y las caras pringosas de maquillaje barato. Me gustan más los pervertidos que los santos. Me en­cuentro bien entre marginados porque soy un marginado. No me gusta ser modelado por la sociedad”, así se autodefinió alguna vez Bukowski. Un escritor antisistema del mundillo académico, pero con un poder de seducción tan inabarcable como la mirada del sol.

Publicó alrededor de 50 títulos, dato llamativo si se piensa que empezó a editar después de los 50 años: cientos de cuentos, reunidos bajos los títulos de La máquina de follar, Se busca mujer, Escritos de un viejo indecente; varias novelas, entre las que se destacan Factótum, Cartero, Mujeres; y un sinfín de poemas que le permitieron dar recitales por todo Estados Unidos durante muchos años.

En 1987 se estrenó Mariposas en la noche, una película dirigida por Barbet Schroeder que, en vez de adaptar una de las obras del escritor, como sucede normalmente en el cine, se basó en su propia vida, partiendo del personaje de Henry Chinaski (alter ego del autor), encarnado por Mickey Rourke. Antes del rodaje, Schroeder, confeso admirador de Bukowski, lo convocó para que interviniese como guionista, y el resultado fue una pieza de cine imborrable, que recreó la esencia de este escritor que azotó la literatura como un huracán y vivió cada instante como el último.

“El riesgo de volverse rico”

Comparado a veces con Ernest Hemingway por el rigor de su estilo, y con Celine y Henry Miller por sus preferencias temáticas, alguna vez le preguntaron por qué siendo tan buenos sus libros no salían de las editoriales marginales como Black Sparrow o City Lights: “No me gustan las ediciones millonarias. Pueden dar mucho dinero y uno corre el riesgo de volverse rico. Detesto a los ricos. Y me mantengo leal a Black Sparrow. Cuando yo andaba muerto de hambre, ellos me pagaron cien dólares por una serie de relatos y además los publicaron”.

Como pocos, Charles Bukowski vivió una comunión estrecha y dinámica entre lo que escribía y lo que la vida le iba deparando en cada esquina. De igual modo que la temprana aparición de su alcoholismo, sus libros son el reflejo de un consumo frenético: si se los lee una vez, se adquiere el vicio de no dejar de perseguirlos nunca.

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