Charles Darwin, el científico que enfrentó a Dios
Fue el padre de la llamada teoría de la evolución con su libro El origen de las especies, publicado en 1859, que desde entonces levantó una polvareda que aún no se disipó.
Su abuelo, Erasmus Darwin, había sido un médico y naturalista que fundó la Sociedad Lunar, una congregación de científicos de la segunda mitad del siglo dieciocho que se juntaba para discutir sus observaciones sobre la naturaleza. Charles Darwin nació en Inglaterra, en 1809; con apenas 16 años ingresó a la Facultad de Medicina de Edimburgo, de donde huyó espantado cuando tuvo que hacer su primera disección. Pasó a la Universidad de Cambridge a estudiar teología y allí adquirió un fuerte apego por las ciencias naturales, ya que ninguna de las teorías en boga lo satisfacía. Se decidió a encontrar una por sus propios medios, para ello debía echarse a andar por el mundo. Por eso, se subió a un bergantín de la Marina Real británica e hizo su primera expedición al Beagle. No fue fácil, primero tuvo que vencer la oposición familiar. Su padre lo desafió a encontrar “una sola persona que considerara que emprender el viaje era razonable”. Al ser presentado al capitán del barco, Fitz Roy —en cuyo honor se bautizaría un cerro de 3.400 metros de altura en la frontera sur entre Argentina y Chile— estuvo a punto de rechazarlo “a causa de la forma de su nariz”. Fitz Roy era un verdadero devoto de la frenología y, por tanto, estaba convencido de que la morfología física traducía con exactitud los rasgos de una personalidad.
Durante esa travesía, Charles Darwin leyó Principios de Geología, un libro del geólogo británico Charles Lyell, donde se sostiene la idea de que los cambios en la superficie terrestre son resultado de procesos muy lentos a lo largo de extensísimos períodos. Darwin pensó que esa teoría pulsaba una tecla cuyo sonido podía expandirse a otras áreas de la naturaleza, como las especies animales. A pesar de la marca que le había dejado su formación religiosa, Darwin no creía que Dios hubiera sido el hacedor de todo lo viviente. Leyendo un ensayo del economista Thomas Malthus sobre la población, llegó a un concepto del que se terminaría apropiando: la selección natural.
Darwin se dedicó a recolectar una vastísima cantidad de datos y observaciones, para verificar regularidades y formular conclusiones. Plantas, insectos, animales, nada de lo que tuviera vida le resultaba ajeno. Todo era incorporado a su teoría, que finalmente vio la luz en forma de libro. El 24 de noviembre de 1859 se publicó El origen de las especies. Desde el principio disfrutó de un tremendo éxito. La primera y corta edición integrada por 2.250 ejemplares se vendió en su totalidad el mismo día de la publicación, y una segunda edición de 3.000 ejemplares poco después. El libro que estuvo en el centro de una polémica a escala mundial y que aún hoy se discute con ardor. En particular, por la Iglesia, que ve negada de plano su teoría creacionista. El grueso del mundo científico fue aceptando gradualmente la importancia de los logros que trajo ese desarrollo analítico al formular una relación coherente y valedera de por qué existimos.
El nombre de Darwin fue casi tan anatemizado como el de Marx. Pese a que ambos eran contemporáneos y vivían solo a 25 kilómetros de distancia, jamás se conocieron personalmente. Pero sí hubo contacto entre ellos. Marx le envió un ejemplar de El Capital con esta dedicatoria: “A Mr. Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx”. Cuando leyó El origen de las especies, Marx escribió: “El libro de Darwin es muy importante y me sirve de base en ciencias naturales para la lucha de clases en la historia. Desde luego que uno tiene que aguantar el crudo método inglés de desarrollo. A pesar de todas las deficiencias, no solo se da aquí por primera vez el golpe de gracia a la teología en las ciencias naturales, sino que también se explica empíricamente su significado racional”. Cuando Charles Darwin murió, el ex presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento escribió sobre él: “Fue uno de los más grandes pensadores contemporáneos, observador profundo, innovador reflexivo y tranquilo, humilde y honrado expositor y, para decirlo todo, Darwin, muerto a la edad de setenta y tres años, con sus libros cada vez más profundos —como si temiera llevarse consigo el secreto de sus últimos estudios— dejó el siglo lleno de su nombre”.