cultura
Clarice Lispector, entre el drama y la maravilla
Inmigrante pobre, hija de una violación, adicta a las pastillas de dormir, una de las mayoras escritoras que vivió en Brasil.
Nacida en 1920, en Chechelnik, una pequeña aldea de Ucrania, desde temprana edad fue una mujer rodeada de misterio. Se trata de una de las escritoras más excepcionales del siglo pasado, sobre la cual en un tiempo hasta se creyó que su nombre era seudónimo de algún escritor varón. Paulo Francis escribió, a pocos días de su muerte, que ella se había convertido en su propia ficción. Y quizás no hubiera un mejor epitafio.
Marcada, definitivamente, por su condición de inmigrante pobre, su madre estaba enferma, y por una superstición muy difundida se creía que tener un hijo curaba a una mujer de esa enfermedad. La enfermedad era sífilis y se la habían contagiado los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique. Lispector fue concebida deliberadamente para eso: para curar a su madre. Ya estaban huyendo a América. “Pararon en una aldea llamada Tchechelnik para que yo naciera y siguieron viaje.” El plan era llegar a Brasil. Llegaron a Recife y muy pronto se hizo evidente que la madre no se había curado. Moriría cuando Clarice tenía nueve años.
El padre de Clarice también murió cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río de Janeiro para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho, mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los 22 se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta su muerte en 1977.
Tradujo novelas de Agatha Christie, Simenon y Anne Rice; escribió – con seudónimo- una consultoría sentimental en la que sólo recomendaba el uso de productos Ponds (marca que financiaba su columna). Y había empezado a publicar sus libros cuando era esposa del diplomático. La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: “Quiero que los otros comprendan lo que jamás entenderé”. Les enseñó a los brasileños que se podía pensar sin ser racional (“Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”). A los 23 años, Clarice Lispector publicó “Cerca del corazón salvaje”, un libro que cambió el panorama de la literatura brasileña.
En septiembre de 1966 dos adicciones conspiraron contra su vida. Las pastillas para dormir surtieron efecto antes de que se consumiera el último cigarrillo. Como si estuviera protagonizando la peor pesadilla, a los 46 años se despertó por el humo. Lo primero que intentó hacer fue salvar los textos del fuego con sus manos. Los médicos estuvieron a punto de amputarle la mano derecha. La mano con la que escribía tenía los dedos, las palmas y las muñecas con quemaduras de tercer grado, como en las piernas y otras partes del cuerpo.
“Lo que siento es que un libro, una vez terminado, pasa a tener vida propia. Es como el cachorro de un animal. La realización del libro sea cual fuere su contenido -el de un cuento o el de toda una novela- siempre es algo doloroso. Un proceso angustiante. Terminado este sufrimiento, o sea consumado el parto, quiero que el libro salga por ahí, que se las arregle. No retrabajo el estilo, no retoco nada -explicaba Clarice a la revista Crisis, entrevistada por Eric Nepomuceno. Se murió un día antes de cumplir 52 años.