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Cómo fue asesinado Trotsky

Es uno de los crímenes más abordados por la historia, la literatura y el cine, porque tiene elementos de gran curiosidad e impacto.

El 20 de agosto de 1940, fue asesinado en su casa quinta de Coyoacán –en las afueras de la ciudad de México-, León Trotski, el líder de la Cuarta Internacional , enemistado de manera irreconciliable con José Stalin.

En 1929, Lev Davidovich Bronstein –mundialmente conocido como Trostky- se vio obligado a exiliarse de la Unión Soviética, luego de vagar por distintos países –Francia, Turquía y Noruega-, por gestiones de Diego Rivera, el revolucionario pudo radicarse en México. En un comienzo vivió en la casa que el muralista compartía con Frida Khalo, posteriormente León Trotky y su esposa, Natalia Sedova, se mudaron a una casa cercana, una antigua fortaleza amurallada, con torre de vigía y un gran portón de hierro macizo.

A las tres y media del 24 de mayo de 1940, veinte intrusos uniformados de policía, tomaron por sorpresa a los guardias armados que recorrían el jardín y se acercaron a la casa donde dormía Trotsky, con su mujer y su nieto de trece años. Dispararon doscientos proyectiles a través de las paredes y persianas, dejando en las paredes de la habitación sesenta impactos de balas. Luego, huyeron gritando: “¡Muerte a Trotsky!”. La pareja atacada salió ilesa, ya que había conseguido refugiarse debajo de la cama. El niño, Seva, recibió un disparo en el pie. El comando estaba dirigido por un hombre robusto de denso bigote negro, el muralista David Alfaro Siqueiros, quien por entonces tenía 44 años y era un artista consagrado.

El complot fracasado hizo que se extremaran las medidas de precaución, colocándose una barrera de alambre electrificado, timbre de alarma, y una ametralladora emplazada en la torre de vigía. El gobierno de Lázaro Cárdenas ordenó que diez policías recorrieran permanentemente el perímetro de la casa.

Cada vez que despertaba, Trotsky se calaba sus anteojos redondos y le decía su mujer: “Le hemos ganado otro día de vida a Stalin”. Stalin le había quitado la ciudadanía soviética en 1932, lo que equivalía condenarlo a muerte. El miedo no hacía perder su filo a la pluma de Trotsky, quien atacaba persistentemente al sistema instaurado en el Kremlin.

Cuatro días después del primer ataque, el hombre que lo asesinaría tres meses después, ingresó por primera vez a la casa de Trotsky. Frank Jacson había sido presentado a Trotsky por dos personas de su más íntima confianza. Pronto se ganó su confianza y le sometía a su juicio algunos escritos políticos. Aquel 20 de agosto, entraron juntos al escritorio. Jacson entró al despacho con un impermeable color arena, y se colocó detrás del sillón “del maestro”. Mientras Trotsky estaba leyendo las cuartillas, tres minutos después de las cinco de la tarde, un grito rajó el silencio de la casa, un aullido salido del escritorio. El visitante había sacado una pica para romper hielo que escondía bajo el impermeable y la descargó con toda su fuerza sobre el cráneo de Trotsky, ingresando siete centímetros en la masa encefálica del anciano quien, en vez de desplomarse, se pudo de pie y arrojó al atacante todo lo que encontró sobre su escritorio. Luego se precipitó sobre el agresor a quien mordió la mano, antes de caer, sobre el sillón, exhausto y lúcido.

Cuando los guardias entraron al escritorio, el moribundo dio una orden: “No lo maten, lo necesito vivo”. A su mujer, arrodillada a su lado, le susurró: “Natalia, te amo”. Dos horas después, cayó en coma, y murió al día siguiente. Durante los dos años que duró el juicio, el asesino insistió en que había actuado por propia iniciativa “como un trotskista desilusionado de su maestro”. Fue condenado a veinte años de prisión. Fue puesto en libertad en 1960. Nikita Kruschev le retiró el título de Héroe de la Unión Soviética, que le había sido otorgado secretamente por Stalin. El resto fue imaginado magistralmente por el novelista cubano Leonardo Padura, en su libro “El hombre que amaba a los perros”.

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