cultura

Historia de las desigualdades sociales

Según el Papa Francisco la injusticia social nace del pecado de querer poseer y dominar, las razones históricas son muy claras.

En 1920, el uno por ciento más rico de Inglaterra y Francia – aristócratas, grandes burgueses- acumulaban entre el 55 y el 65 por ciento de las riquezas de sus países. En cambio, en 1980 “solo” poseía el 20 por ciento de esas riquezas. Fueron, por supuesto, reformas bajo presión: de las grandes guerras, de los movimientos obreros, de los reclamos generalizados. Consiguieron en sus países unas condiciones de bienestar colectivo como nunca antes había habido, pero al mismo tiempo la desigualdad entre las sociedades más ricas y más pobres fue mayor que nunca.

Hacia 1980, el neoliberalismo consiguió convencer a millones y millones en decenas de países de que los estados que los dirigían eran incapaces de gestionar una empresa de electricidad o el mercado de cereales. La idea, por absurda que pareciera ,tuvo mucho éxito y caracterizó una etapa histórico que condicionó a las subsiguientes.

Lo cierto es que aquellas medidas promovidas eliminaron cualquier límite de acumulación: durante las cuatro décadas siguientes las diferencias entre los más pobres y los más ricos de los países ricos no dejaron de aumentar. En los países más pobres ya era tan grande la diferencia que era difícil aumentarla. El mundo, entonces, actualmente está completamente segmentado. A comienzos de 2018, incluso, ciertas instituciones celebraron que esa segmentación había llegado a dividir la humanidad en dos partes iguales: por primera vez en la historia, los pobres no son más que los que no son, aunque nadie se pusiera de acuerdo en qué significaba “ser pobre”.

En nuestro país, la administración actual ha incrementado significativamente la desigualdad y la pobreza, alcanzando niveles alarmantes: un 55 por ciento de la población vive en condiciones de pobreza, mientras que el 10 por ciento más rico concentra una proporción cada vez mayor del ingreso total. Un informe reciente de las Naciones Unidas (ONU), presentado por Olivier De Schutter, relator especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos, advierte que vivir en condiciones de pobreza triplica las probabilidades de padecer problemas mentales. Este vínculo entre pobreza, desigualdad y salud mental también es respaldado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que reporta que cada año más de 800.000 personas se suicidan, siendo el 75 por ciento de los casos en países de ingresos bajos y medios.

Es evidente que la concentración de riqueza extrema no solo perpetúa la desigualdad económica, sino que también genera sufrimiento subjetivo, padecimiento que se traduce en sentimientos de tristeza, angustia y melancolía, además de contribuir a la mortalidad por causas evitables.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2022 Argentina se posicionó como el tercer mayor exportador neto de alimentos a nivel mundial, superada únicamente por Brasil y Estados Unidos en términos de toneladas exportadas. Nuestro país produce alimentos suficientes para abastecer a más de 400 millones de personas. Sin embargo, esta capacidad contrasta profundamente con la realidad social: más de siete millones de niñas y niños argentinos viven en la pobreza, y un millón de ellos se van a la cama sin cenar cada noche, según un estudio de Unicef. El mismo informe señala que alrededor de 10 millones de menores han reducido su consumo de carne y lácteos en comparación con el año anterior, reflejo del agravamiento de la inseguridad alimentaria.

Lo cierto es que la desigualdad no solo es una cuestión económica, sino también un problema ético y político. Los informes de la coalición internacional contra la pobreza, Oxfam, señalan que los ultrarricos y las megacorporaciones moldean las reglas globales para maximizar sus beneficios a expensas de la mayoría. Este proceso perpetúa y profundiza la desigualdad, mientras obstaculiza cualquier avance hacia sociedades más equitativas.

Noticias Relacionadas