cultura

Editores: peleas, fusilamientos y piratería

La relación entre los escritores y quienes los publican nunca ha si pacífica, pero hay historias que atestiguan un alto grado de beligerancia.

Autor de Viaje al fin de la noche (1932) — una de las novelas más notables del siglo XX—, furioso antisemita y entusiasta colaborador de la Gestapo, Louis Ferdinand Celine no era un tipo fácil. Un ejemplar de la revista francesa Le Nouvel Observateur publicó un anticipo de la correspondencia inédita del escritor y su editor, Gastón Gallimard. Celine lo trató de “payasesco comerciante estragado por el whisky y el sexo” y al grupo de escritores del comité editorial, de “estúpida banda de burros pretenciosos […] manada de imbéciles, tarados mentales y charlatanes”. Era la acometida de una bestia desatada capaz de la sutileza de algunas estocadas: “No lo estoy atacando, carajo, no le rezongo; si quisiera hacerlo usted se moriría de confusión”. El orgullo de Gallimard era demasiado grande para dejarse intimidar: “Su humor no es más que retórica”, replicó. “No consigue hacerme creer en su violencia. Usted quiere que sus libros se vendan; ¡y bien, deme mercancía fácil! ¡Haga el payaso como los buenos vendedores: radio, fotos, entrevistas, etc.! Así conseguirá llamar la atención sobre sus libros: sus diatribas contra el editor son ineficaces”. Durante la ocupación alemana, Gallimard, como todos los editores parisenses, se había sometido a la censura de los nazis, pero escapó de los juicios de posguerra gracias al auxilio de Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, Malraux y otros escritores que habían obtenido la aprobación de la Resistencia.

Gallimard, el creador de las mejores colecciones de libros en Europa, dejaba las discusiones de negocios a su hermano Claude, y ambos hacían un tándem imbatible, capaz de resistir todas las crisis económicas, cataclismos sociales y hasta las exigencias del impetuoso George Simenon, que se ofreció a escribir una novela en la calle, a la vista de los paseantes, encerrado en una caja de vidrio. La editorial Gallimard era una sólida empresa familiar, que el 4 de enero de 1960 sufrió un dramático traspié —cuando Michel Gallimard, sobrino de Gastón, murió en un accidente de tránsito junto al Premio Nobel Albert Camus—.

Ya decía Goethe que los editores son “hijos del diablo” y Balzac, en una carta a la duquesa de Abrantes: “Este innoble verdugo llamado Mame, que lleva sangre y quiebras en el rostro y que puede añadir, a las lágrimas de quienes ha arruinado, los sinsabores de un hombre pobre y trabajador. No podrá arruinarme puesto que nada tengo; ha intentado ensuciarme, me ha atormentado. Si no voy a vuestra casa es para no encontrarme en ella a esa carne de presidio”.

El editor que Napoleón hizo fusilar era alemán y se llamaba Johann Philipp Palm. El tribunal lo halló culpable de ser autor, impresor y distribuidor de escritos calificados de “nefastos contra Su Majestad el Emperador y el Rey y su ejército”. La anécdota es citada por Sigmund Unseld, director de la Suhr kamp Verlag de Frankfurt, en su ensayo El autor y su editor. En 1866 se erigió en el pueblo de Braunau am Inn una estatua de bronce a tamaño natural en memoria de Palm y al centenario de su muerte se celebraron numerosos mítines patrióticos en toda Baviera.

Mientras los libros de Osvaldo Soriano encabezaban la lista de los best seller, sus editores no dejaron pasar una semana sin mandarle dos plateas preferenciales para ver jugar a San Lorenzo de Almagro. Durante un tiempo, eso lo conmovió lo suficiente como para no hablarles de sus derechos de autor, hasta que un día descubrió que libros suyos estaban inundando las librerías, idénticos a los que publicaba su editorial. Finalmente, el pirata terminó confesando que trabaja por encargo de sus propios editores, quienes nunca habían liquidado lo que le correspondía.

Una leyenda cuenta que el escritor chileno Ariel Dorfman, coautor de Para leer al Pato Donald, cansado de que le demoren la liquidación de sus derechos, se presentó a un gerente de Milán con un revólver y solo así pudo irse con su dinero.

Asimismo, a los franceses les pesa que Gallimard haya rechazado En busca del tiempo perdido de Marcel Proust; algunos españoles prestan más atención a los escritores primerizos desde que a Carlos Barral se le escapó Cien años de soledad profetizando que ese libro no iba a encontrar editor por su “rareza”.

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