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Edmundo Rivero, el estilo de un artista inolvidable

Gran cantor y guitarrista, lo apodaban “el Feo” por su mentón prominente y su nariz de Cyrano, y se convirtió en uno de los intérpretes más queridos del tango.

"Bueno, no voy a decir que soy un tipo lindo. La napia siempre me anduvo delante de los pies, el mentón tirando a prominente y al ver las fotos uno comprende el paso de los años. Aunque ni los años ni la fealdad me preocuparon nunca”, reconocía Edmundo Rivero. Hijo de un ferroviario, nació bajo el cielo de Pompeya al que tantas veces cantó en el tango Sur: “¡Quién iba a decirme que 37 años más tarde iría a tocarme estrenar el tango que habla del paisaje que me vio nacer!” . Su madre era una gran lectora, le puso Edmundo por el personaje de El Conde de Montecristo. Estudió guitarra clásica. A los 18 años ya era un guitarrista conocido en el barrio, poniéndole música a las películas mudas de un cine de Avellaneda. Un día se animó a cantar, pero los que estaban esa tarde en el cine lo chistaron con fiereza, y golpeaban el suelo con los pies. ¿Qué era eso de cantar en medio de una película? Lo echaron del cine. Se fue sin bronca, había descubierto cuál sería su oficio: cantor.

En su casa de infancia siempre había música. Ahí aprendió que la música es un punto de reunión: “ Usted pone en un lugar cualquiera a cinco tipos que hablan cinco idiomas diferentes y la música los comunica a todos, los hace sentirse bien” .

Era muy joven cuando se largó a explorar el mundo de la noche, y encontró allí una forma de vivir: “la gente de la noche es más amplia, no está tan apurada, es más sincera. Contra lo que dicen muchos -que en la noche se pierden las ganas de luchar por la vida-, yo pienso que es al revés. Por la noche la gente disfruta el esfuerzo de esa lucha diaria”. Todo en él era fuera de escala; sus rasgos -exagerados por la acromegalia-, pero también su talento para llegar al sentido más profundo de sus interpretaciones. Su voz grave, introdujo en el tango un registro poco habitual en la época -ya que casi todos eran barítonos o tenores- y le trajo no pocos problemas: “Nadie quería contratarme, y aun llegaron a decirme que con una voz tan gruesa debería estar enfermo de la garganta”. Tenía una expresividad y una entonación tales que, pronto, se convirtió en un distinto. Hay consenso en considerar insuperable su interpretación de Sur.

Incorporó mucho lunfardo en su repertorio. Basado en los personajes que le acercaba la noche, compuso muchos tangos reos: “Como Aldo Saravia, el de la toalla mojada. Lo conocí en un ambiente turbio de nocheros, quinieleros, malandras, cafishios. Saravia solía contar sus aventuras como explotador de mujeres. Decía que las fajaba con una toalla mojada y que tenía diferentes técnicas, como las de agregar sal fina o gruesa al agua en que la sumergía, según los casos. Y refería todas estas cosas con una voz especial, de pesado, que sólo usaba de noche. En realidad, había cierta confabulación, entre quienes lo escuchábamos, para creerle todas esas fantasías”. En la Academia Nacional del Lunfardo, ocupaba la silla Carlos Gardel.

Hizo un largo camino y fue fiel a un estilo y a una idea de ser. Formó parte de las orquestas de Horacio Salgán, De Caro, Canaro y Anibal Troilo, y recorrió como solista el país entero: “Cuando los años van echando plomo en los hombros uno no puede evitar recordar otras épocas. Era bueno aquello de andar por los pueblitos guitarra en mano, recorrer el país de una punta a la otra”.

Quien lo lanzó a la fama fue Pichuco, quien lo incorporó a su orquesta en 1944, en reemplazo de Alberto Marino. Fueron tres años en los que hizo más de veinte grabaciones: “Con Pichuco nos acercó Carlos de la Púa. El encuentro fue en un boliche. ¿Sabe que yo desenfundé la viola, canté algún tango, después se animó Troilo -que, aunque tenía voz ronca, era muy afinado- y nos olvidamos del asunto que nos había reunido? Fue recién a altas horas de la madrugada cuando el Gordo lo recordó. El 29 de abril de 1947 grabamos nuestro primer tango en colaboración: El milagro, de Pontier y Expósito.”

Desde que en 1969 inauguró “El Viejo Almacén”, ya no salía de la ciudad de Buenos Aires. Salvo para ir en verano a Mar del Plata. Así dividía su tiempo: entre el boliche y el estudio: “¿Por qué sabe una cosa? Uno no termina nunca de aprender”.

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