cultura
El actor que fue un misterio para sí mismo
Alec Guinness fue uno de los más prestigiosos actores británicos que se lució con los más disímiles personajes que le valieron la admiración de varias generaciones.
Alec Guinness nació en Londres el 2 de abril de 1914. Nunca supo el nombre de su padre, su madre –soltera– nunca se lo reveló: “Debo admitir que mi búsqueda de un padre ha sido mi constante pensamiento durante 50 años”. Cuando era niño, estaba convencido de que su padre era el banquero escosés Andrew Geddes, quien le pagó los estudios en uno de los colegios privados más caros. Pero nunca pudo comprobarlo. Para el escritor John Le Carré la excelencia actoral de Guinness derivaba de esa obsesión por conocer su propia identidad. El escritor lo admiraba tanto que quiso que Guinnes participara en algunos de sus libros que fueron llevados al cine. Uno de los ejemplos más célebres fue El topo, una historia de espionaje –considerada una de las cien mejores historias de misterio de todos los tiempos–, en cuya remake, de 2012, Gary Oldman hizo desesperados esfuerzos por vencer un fantasma: el recuerdo que había dejado para siempre en ese papel Alec Guinness.
Guinnes debutó en el teatro cuando cumplió veinte años y pocas cosas lo fascinaban más que llevar a Shakespeare a un escenario, sobre todo si era dirigido por John Gielgud o tenía como compañera de elenco a Simone Signoret. Su última aparición teatral fue el 30 de mayo de 1989 con Un paseo en el bosque, de Bill Bryson. Tenía una versatilidad inusual para encarnar los personajes más disímiles, tal como lo atestiguan: Oliver Twist, El hombre vestido de blanco, A París con el amor, El quinteto de la muerte, Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia y La caída del imperio romano, entre otras películas en las que dejó la huella de su riqueza expresiva con la que podía pasar de la ingenuidad de un niño a la rigidez militar.
Pese a que obtuvo una merecida celebridad, le gustaba pasar desapercibido. Hay muchas anécdotas al respecto. Ronald Neame, el productor de la película Grandes expectativas, cuyo protagónico estuvo a cargo de Alec Guinnes, recordaba que el actor no solo no tenía ínfulas de estrella, sino que parecía procurar convertirse en una persona casi invisible: “Me recordaba a esos muñequitos de mi infancia a los que les ponía distintas cosas y se convertían en soldados o en pilotos”. Se lamentaba no haber llegado nunca a la anhelada invisibilidad, en una de las entradas de su diario personal, se lamentaba no haber podido “ocultar mis fobias, mis enojos y prejuicios, tampoco mi infantilismo y mi frivolidad”.
En sus memorias –publicadas en 1985–, Alec Guinness escribió: “Un actor es el intérprete de las palabras de otro, a menudo es un alma que desea revelarse al mundo, pero no se atreve, un artesano, una bolsa de artimañas, una bolsa de vanidad, un frío observador de lo humano, un niño y, en el mejor de los casos, un sacerdote expulsado de la Iglesia que por una o dos horas puede convocar al Cielo y al Infierno para fascinar a un grupo de inocentes”. En su libro autobiográfico cuenta muchas historias sorprendentes. En 1955 conoció a James Dean, quien lo llevó a dar una vuelta en su auto. Cuando se bajó, Alec Guinness le advirtió certeramente: “Si conduces ese coche que tienes, pintado de ese color, será invisible para otros conductores. Refleja demasiado los rayos del sol... de lejos puede no verse. Si lo conduces, morirás en una semana”. Efectivamente, James Dean murió una semana después en un accidente automovilístico.
No le gustaba volver a ver sus películas porque siempre se encontraba más viejo, más feo o más gordo. Hizo casi cien papeles en teatro, interpretó cincuenta y cinco personajes en cine y actuó en casi una veintena de programas de televisión. Ganó un Oscar por El puente sobre el río Kwait –también se alzó con un Globo de Oro por esa película– y otro Oscar por su trayectoria. En 1958 recibió en España la medalla del Círculo de Escritos Cinematográficos al mejor actor extranjero, y al año siguiente la reina Isabel lo nombró Caballero, lo que lo convirtió en Sir Alec Guinnes. Los más jóvenes lo recuerdan como el Jedi Obi-Wan Kenobi de La guerra de las galaxias, que encarnó con su tono de voz natural y sin maquillaje. Murió el 5 de agosto de 2000.