cultura

El amigo platense de Jorge Luis Borges

El poeta Francisco López Merino estableció un vínculo cercano con el destacado escritor. Hoy recopila algunos recuerdos de esa amistad.

En la casona de calle 49 entre 12 y diagonal 74 de nuestra ciudad, vivió Francisco López Merino, a quien le bastaron 23 años para dejar una marca importante en la poesía argentina. Publicó en vida dos libros: Tono menor y Las tardes.

En el salón de actos de la Biblioteca López Merino hay una foto en la que el poeta está sentado junto a Borges en un banco de plaza, mirando a cámara. El gesto es candoroso en ambos, y algo en la simetría de sus rostros los emparenta, como si fueran de alguna manera primos lejanos. En los dos hay una postura señorial, un porte romántico, cierta secreta ironía destinada a quienes miramos la foto muchos años después.

¿Qué sabemos de la relación de Borges con López Merino? Que “Panchito” fue algo así como el Virgilio que hizo descender a Georgie a los subsuelos de la noche platense que bien podían ser calificados de “círculos del infierno” para la mirada vigilante de doña Leonor Acevedo. Compartieron ciertos afanes políticos, ambos integraron el Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, junto a Leopoldo Marechal y Raúl González Tuñón, entre otros. Borges rápidamente detectó en López Merino un gran talento literario que supo estimular, lo hizo sobrepasar el ámbito de la poesía e internarse en los terrenos de la ensayística, ayudándolo a publicar algunos artículos de crítica literaria en revistas como Nosotros, Valoraciones o el diario El argentino de La Plata.

Así como López Merino fue el cicerone de Borges en La Plata; Borges le hizo conocer los escenarios de su mitología literaria. De eso da buena cuenta López Merino en una carta en tercetos en la que evoca un paseo que hicieron juntos –“una tarde cualquiera”– por el barrio de casas bajas donde vivió Evaristo Carriego:Digo los tangos viejos que duermen en sus discos y escucho a usted que lee “Mis primas los domingos” (sabe bien que no tengo jardín, pero es lo mismo).

Pienso en su hermana Norah: me regaló una flor dorada y menudita que le envió Juan Ramón en una carta clara como un agua con sol.

Francisco López Merino decidió bajarse del mundo el 22 de mayo de 1928 en uno de los baños del Jockey Club, disparándose un tiro en la cabeza. Estaba por cumplir 24 años.
Borges recordó en un poema a su amigo caminando lentamente bajo los tilos, por la calle 49, mirando las balaustradas y las puertas, tocando un árbol o una reja.

“Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras”, dice en su poema y reniega del “deshonor de las rosas que no supieron demorarte”, e imaginando los instantes finales de su amigo, agrega: Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos. 

Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.

Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
Ahora es invulnerable como los muertos.
En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol (esto perdurará en la memoria de otros).

Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.

Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.

Así, lo creo, sucedieron las cosas.

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